Fernando Jauregui

Once horas y dos años de infarto.

Once horas que estremecieron a Cataluña. Y a España. Pero ya se han escrito demasiados titulares basándose en el libro archifamoso de John Reed, así que dejemos ahí el tópico. Once horas de votación catalana mientras los dirigentes de los partidos, en Barcelona y en Madrid, seguían frenéticamente el desarrollo de la jornada electoral: cuánto aumento de participación, lo que les iban diciendo sus encuestadores a pie de urna. Todos tenían la sensación de que casi daba igual el resultado. La cosa no era tan dramática: en ningún caso, ganase o perdiese la lista ‘transversal’ de Artur Mas, se iba a dar la independencia de Cataluña.

Así que todos sabían, y saben, que iba a ser a partir de este lunes cuando se comenzase a jugar la partida. Una partida que acabará con la carrera política de Artur Mas, quién sabe si también con la de Mariano Rajoy y que, en todo caso, va a durar al menos dos años. Los que consumirá la Legislatura más reformista desde que Adolfo Suárez, en once meses, de julio de 1976 a junio de 1977, dio la vuelta al Estado, democratizándolo y convirtiendo un país atrasado, aplastado por una dictadura, en una democracia.

Todos, aunque a veces, como Mariano Rajoy, digan lo contrario, saben que hay que propiciar cambios a fondo en la democracia que inició su proceso de transición hace cuarenta años, con la muerte de Franco. Han pasado muchas cosas en estos cuarenta años. Incluyendo en el ánimo de los catalanes, o de muchos catalanes, que se han ido distanciando irremisiblemente de ‘Madrit’. Es preciso reestructurar los andamios en los que se asienta la organización territorial del Estado; durante una breve estancia en Barcelona la pasada semana he escuchado demasiadas veces frases como ‘la que tiene que cambiar no es Cataluña: es España’. El ‘café para todos’ no funciona, así de simple. Y lo ocurrido en Cataluña lo demuestra, entre otras cosas porque se propicia un efecto contagio o un efecto rechazo, o un efecto hostilidad, en el resto de las autonomías españolas.

Así que pretender que lo ocurrido en Cataluña ha sido simplemente una elección en una Comunidad Autónoma para elegir un parlamento autonómico más es, por supuesto, una falacia: este domingo, aunque votase solamente los catalanes, en realidad estaban todos los españoles involucrados en esa votación. Llámele usted plebiscito, o locura, si usted quiere; o referéndum más o menos encubierto. Pero no elecciones autonómicas.

Cuando esto se escribe desconozco, lógicamente, las reacciones al completo de los estados mayores de los partidos ante lo ocurrido en la jornada electoral de infarto. Pero las palabras son lo que menos importa: es necesario ver con qué rapidez actúan ahora las ejecutivas del Partido Popular, del PSOE, de Ciudadanos, de Podemos, ante la avalancha de cambios que llegan, inevitables, necesarios, fatales, a Cataluña, es decir, a una parte sustancial de España. No han bastado los vídeos en los que Rajoy, con ojos asustados, habla en catalán. Ni que Pedro Sánchez se declarase repetidas veces ‘catalanista’. Ni la coleta violeta del gran jefe indio Iglesias. Ni el relativo perfil bajo autoimpuesto por quien será presumible árbitro de la situación que surja de las elecciones de diciembre, Albert Rivera. Todos ellos saben que las elecciones catalanas no han sido meramente catalanas, claro; no en vano había centenares de periodistas, muchos de ellos venidos del mundo mundial –y qué orgullosamente lo anunciaba la portavoz de la Generalitat: el mundo nos mira–, siguiendo perplejos los avatares de la campaña loca, de la jornada civilizadamente chiflada de votación.

Muchos piensan que Artur Mas tiene ya prácticamente las maletas hechas para marcharse al otro lado del océano: no puede sobrevivir al proceso que él mismo puso tan equivocadamente en marcha. Lo que ocurre es que los independentistas no tienen otro remedio que canonizarle como a un nuevo Companys, ya que no supo ser el nuevo Tarradellas. Claro que tampoco tenía enfrente a Adolfo Suárez, cuya figura quiso reivindicar para sí Albert Rivera, el triunfador cualitativo y relativo, que tampoco quiso limitarse a competir por la Generalitat: como todos los citados, ambiciona La Moncloa. Como si antes no hubiese que empezar a arreglar las peligrosas cañerías catalanas. A ver si es verdad que, como decía el sábado un candidato de la lista de ‘Junts’, en una entrevista que luego pidió que fuese anulada, el Estado llega ahora con una oferta al Govern, acabe integrando quien acabe integrando el inminente Ejecutivo catalán.

Atención, porque ‘el Estado’ no es solamente Mariano Rajoy. Ni el PP. Ni siquiera un hipotético pacto futuro entre Rajoy y el socialista Sánchez, que ya no niega con tanto énfasis un acercamiento táctico a los ‘populares’. Ni siquiera un ‘acuerdo a tres’ con Rivera o, puestos a fantasear, a cuatro con Pablo Iglesias. El Estado somos todos: los presidentes autonómicos que tendrán que aceptar un pacto con Cataluña, que haga ese Estado más heterogéneo, qué remedio; las instituciones; la sociedad civil de toda España. Usted y yo. Sé que a muchos les costará tragar el sapo, pero habrá que asumir que Cataluña necesita un tratamiento específico dentro del conjunto de España. Como, bien mirado, lo necesitan los demás territorios autónomos, que tendrán, tendremos, que lubricar las relaciones con nuestros compatriotas catalanes, de manera que se normalicen unos lazos que la intransigencia de Mas y sus muchachos y la de ciertos ambientes políticos y mediáticos de Madrid –y no solo ‘de Madrid’ desde luego– han puesto al borde de la quiebra.

Apasionante espectáculo el que se abre para todos durante los dos próximos años, los del Gran Cambio. Me pregunto si estaremos a la altura de las circunstancias. O si daremos el espectáculo, como se ha dado –ah, insistamos, cuántos periodistas mirando: qué satisfacción para el mesiánico inquilino de Sant Jaume– en Cataluña.

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