Nada más conocerse los resultados electorales, los secesionistas salieron a celebrar que les habían votado algo menos de un millón de personas, que habían triunfado sin ningún a discusión, que su éxito les parecía relevante, e ignoraron al 1.122.460 ciudadanos que, de una manera explícita, a través de sus votos al PP, PSOE y Ciudadanos, habían mostrado su negativa a la aventura.
Si al fanático no se le resiste la Historia, y la cambia en versiones delirantes; si no se le resiste la realidad, porque dice que va a cambiarla, también es inmune a la aritmética, porque ellos, los justos, los buenos, los superiores son siempre más que los malos, los equivocados, los descarriados. Por el impermeable del fanático resbalan pruebas razonamientos y números: les da lo mismo.
El fanático puede defender la superioridad de la raza aria, la supremacía del ideario marxista, o la primacía del Islam, y cualquier argumento en contra sólo merece el desprecio, el vilipendio o, en casos extremos, la persecución.
Ignorar a más de la mitad de un colectivo, sea un equipo de fútbol, un autobús o una ciudad es muy deslumbrante, pero en aras de los santos objetivos no hay que pararse en cifras.
Ese 1.222.460 electores son gente equivocada a la que suponen que les convencerán.
Por las buenas, si es posible y, dado que para el fanático el fin justifica los medios, ya emplearemos fórmulas convincentes para que los extraviados recuperen la razón y abandonen su locura.
«El infierno son los otros» decía Sartre en una síntesis del existencialismo.
«El cielo somos nosotros», afirman convencidos los nacionalistas, y por eso caminan con esa seguridad, con ese desparpajo victorioso, invulnerable a cualquier inclemencia, porque el impermeable del fanático le pone al abrigo de la realidad.