Gabriel Albiac

O gana Rajoy o gana Mas, pero uno de los dos tendrá que darse por derrotado

O gana Rajoy o gana Mas, pero uno de los dos tendrá que darse por derrotado
Gabriel Albiac. PD

Gabriel Albiac apunta en ‘ABC’ este 29 de octubre de 2015 sobre este asunto del órdago independentista que sólo puede quedar uno ‘vivo’, metafóricamente hablando.

O gana Rajoy o gana Mas, pero uno de los dos tendrá que darse por derrotado. Asegura que ganará quien sea más rápido en derrocar al rey contrario en este particular y diabólico ajedrez:

En un golpe de Estado, todo es gestión de tiempos. Como en una contienda de ajedrez cronometrado, uno puede ocupar posición óptima y perder la partida. Caer a manos del reloj, cuando se está a sólo una jugada de cerrar jaque mate, no es menos derrota que perder el rey al tercer movimiento. Y puede que hasta sea más humillante.

Desde que esta partida se inició, el día en el cual el nefasto Rodríguez Zapatero se comprometió a imponer al Parlamento español aquello que el Parlamento regional de Cataluña dictara, todos -ajedrecistas como espectadores- supimos que se iniciaba un jaque mate. Al Estado. Lo cual es -desde que Gabriel Naudé acuñara la expresión en 1639- lo que en teoría política se llama un «golpe de Estado». Esas cosas no se dicen, por supuesto. Al menos, en voz alta. La estrategia de la guerra -guerra es el ajedrez, guerra las secesiones- exige, desde el milenario tratado de Sun-Tzí, la ocultación y el silencio. Un mate -o un golpe de Estado- no debe ser percibido hasta el instante en que ya no hay defensa posible. Y es entonces el perdedor quien tumba a su rey y abandona el tablero. Entre el inicio de esa estrategia y su consumación pueden pasar tiempos largos. Que el reloj, ante los silenciosos combatientes, acota: el reloj siempre es metáfora de muerte. Y, a partir de ese punto, en el cual no hay ya intervalo para posposiciones tácticas, el vértigo de la respuesta lo decide todo. Y el más infinitesimal error mata.

Explica que:

La estrategia de la independencia en Cataluña es, a estas alturas de la partida, clara. Parte de un boquete que hace a la Constitución española de 1978 extraordinariamente vulnerable: el concepto de nacionalidad y la estructura autonómica de un Estado que ni es central al modo jacobino ni federal a la manera estadounidense. ¿Qué es una «autonomía»? ¿Cuál el contenido semántico del neologismo «nacionalidad»? Exactamente lo que desee proyectar quien habla sobre esos dos semantemas por completo vacíos. «La mayor parte de los errores humanos consisten simplemente en que no aplicamos con corrección los nombres a las cosas», decía el clásico. En política, no hay ambigüedad léxica inocente. «Autonomía» podrá significar lo que los constituyentes tuvieran a bien atribuirle; nada borrará el peso de su etimología: «autolegislación». Y de «nacionalidad», que nada significa, poco esfuerzo hay que hacer para apocopar en «nación».

Desde aquel pacto entre Mas y Zapatero, la independencia catalana se ha jugado sobre el tablero de esas dos ambigüedades. Y de la batería de atribuciones equívocas que al gobierno autónomo (sería hora de llamarlo «regional», como en cualquier país civilizado) se ceden. En esquema, ese juego de ambigüedades permitía ir construyendo un Estado sumergido que calcase las funciones del existente. Completada esa máquina, desplazar a ella todas la funciones sale gratis. No hay más que deshacerse de la vieja estructura como de un cascarón vacío: pasar «de la autonomía al Estado», en los términos con que, anteayer, la presidenta del Parlamento catalán anunció -ahora sí- el jaque mate. A una semana sólo de ser ejecutado.

Y sentencia:

No ha lugar ya para estrategias de desgaste. Dentro de dos semanas, el Parlamento catalán proclamará el inicio de la independencia. Tiene escaños suficientes para ello. Se trocará en Asamblea Constituyente. Y el golpe habrá triunfado. A no ser que otro jaque, igual de letal pero más rápido, se cobre la cabeza del rey adverso. Uno u otro. No quedan ya piezas que intercambiar. Ni tiempo.

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