Ignacio Camacho avisa al Estado de que el Parlamento catalán le está echando un pulso y que se ha convertido en un verdadero examen para el Gobierno impedir esa declaración de separatismo. Si lo logra, habrá afianzado sus reales, pero de lo contrario habrá comenzado su camino hacia el resquebrajamiento y, de paso, a que otras regiones tomen mal ejemplo:
Un Parlamento regional español no puede votar su separación de España. A partir de esta evidencia, el pleno de la llamada «desconexión» catalana representa la auténtica prueba de contraste de la fortaleza del Estado. Todas las proclamas y declaraciones aireadas estos días como respuesta a la intentona rupturista -el pacto de unidad constitucional, la voluntad de defensa de la ley y el propio compromiso nacional de nuestra dirigencia política- se van a enfrentar de aquí al lunes a un examen inmediato. Dado el desafío expreso de los soberanistas a la ley y al propio reglamento de la Cámara no habrá matices en la evaluación, al margen de que la declaración carezca de valor legal alguno: si la votación tiene lugar, suspenso. Si no se celebra, aprobado.
Puntualiza:
Esa resolución no dejará posibilidad alguna de marcha atrás. De producirse, el Estado tendrá que irrumpir en la crisis catalana con todos los recursos a su alcance, lo que precipitaría el conflicto entre instituciones en plena campaña electoral y acaso obligaría a los españoles a votar, por segunda vez en once años, en circunstancias de grave excepcionalidad política. Además, el independentismo se sentiría triunfante en su actitud retadora de hechos consumados, que se basa en la expresión e imposición de su designio mitológico a despecho de cualquier traba. La secesión adquiriría entre sus partidarios el rango de un proceso imparable. Por eso, simplemente, la moción no se puede votar. Ha de ser recurrida, suspendida o denegada y, si fuere necesario, impedida.
Señala que:
Hace demasiado tiempo que los separatistas se han acostumbrado a las victorias de facto, al triunfo de su desobediencia por desistimiento de quienes tienen la responsabilidad de frenarla. A modo de anécdota simbólica, su envalentonamiento es tal que han desafiado multitudinariamente la prohibición de la UEFA de exhibir en los partidos de Champions símbolos políticos como la bandera estelada. El organismo del fútbol europeo, que ya ha sancionado dos veces al Barça por esa razón, tendrá que decidir si permite o no que le tomen el pelo con reiteración y chulería, pero España es algo más serio y firme que una federación de asociaciones deportivas. España es una nación que dispone de toda la energía civil, jurídica y política de su Estado. Y no puede permitirse más derrotas de las que ya ha concedido. No sin hacerse un daño irreparable en su cohesión y en su estructura.
Y finaliza:
Una y otra vez, el nacionalismo ha probado que siempre está dispuesto a llegar más lejos de lo que la dirigencia del país ha calculado. Más allá de la ley, por supuesto, pero también de la sensatez, de la prudencia, de la anormalidad, incluso. Más allá de cualquier límite. Éste, sin embargo, no lo puede traspasar. Se trata de una cuestión de principios. Principios de autoridad democrática, principios de convivencia, principios de Estado.