Aquí no hay guiños que valgan a los anticapitalistas, ni disfraces suficientes para tapar lo que hay
«Estamos hablando del respeto a la soberanía popular y de la unidad de la nación. Esto es lo que algunos pretenden poner en riesgo. Yo no lo permitiré.
«Sin respeto a la ley, cualquier poder, cualquier Gobierno pierde su legitimación», dijo ayer, con la solemnidad propia del momento, Mariano Rajoy explicando el recurso presentado ante el Constitucional, por el desafío independentista.
Compareció ante los periodistas con una puntualidad británica, una serenidad absoluta y dando una sensación de liderazgo y control de la situación, propia de quien no quiere pero, sobre todo, no puede consentir que se pasen determinadas líneas rojas.
No sé si la procesión irá por dentro pero el Presidente de Gobierno no puede permitirse el lujo de transmitir debilidad en un momento gravísimo, donde los pilares de la Democracia se tambalean en una zona de España. El desafío es brutal y la respuesta que quiere dar, en sintonía con otros líderes políticos y sociales, es de firmeza y proporcionalidad como se ha encargado de decir.
«Pretenden acabar con la democracia y el Estado de Derecho, someter las libertades y los derechos de todos los ciudadanos y quebrar la unidad de la nación española y la convivencia» se le oyó decir, insistiendo en que esas prácticas que estamos viendo en Cataluña nos «retrotraen a otros tiempos que la España constitucional ha dejado atrás definitivamente».
Tiene razón Rajoy, como la tiene Pedro Sánchez y el resto de los líderes que estos días han pasado por Moncloa, independientemente de las siglas que representan o sus discrepancias ideológicas. Hay líneas rojas intolerables y sin respeto a la ley cualquier gobierno pierde su legitimidad.
El problema de Mas no es que haya perdido el respeto a la institución que representa, es que se ha perdido el respeto a sí mismo, mendigando un apoyo a la CUP que -por muy anti sistema que sean- no quiere mancharse las manos, ni contagiarse con el hedor insoportable a corrupción que desprende el president de la Generalitat y el partido que lo sustenta.
El problema no es que Mas sea un cadáver político, que lo es, o la soledad que trasmite en cada una de sus apariciones. Su problema es el tres por ciento, su complicidad innegable con quien le eligió «hereu» y un horizonte judicial que no lo tapa la estelada ni ninguna bandera.
No sé si sus días están contados, como prevén algunos, pero si está ante el final de la escapada, abandonado a su suerte por lo suyos acusado de traición y con la ley pisándole en los talones por delitos graves como la rebelión o la sedición Más ha pretendido estos días exhibir la ruptura, la desconexión con España como un trofeo para tratar, a la desesperada, de convencer a la CUP de que le apoyara y ha celebrado reuniones a gogó con nocturnidad y alevosía con Romevas, Oriol Junqueras y Rull buscando fórmulas para salir del atolladero.
No las hay porque no le quieren. Han dejado de quererle los propios y los ajenos porque ya no les es útil. Le utilizan como a un juguete roto, le prestan atención y cuando se da la vuelta se ríen con sorna de «sus ocurrencias».
Aquí no hay guiños que valgan a los anticapitalistas, ni disfraces suficientes para tapar lo que hay. «Hay que levantar las alfombras de 35 años de corrupción estructural», le escupió Antonio Baños a la cara cuando Mas le quería hacer una carantoña.
La peor de las traiciones es la que uno se hace a sí mismo y a sus señas de identidad. Roma no paga traidores y Cataluña tampoco. El rictus de Artur Mas tenso, hierático, desencajado es el previo a una muerte política anunciada para regocijo, por cierto de sus «colegas» de la CUP, que le están enterrando vivo.