«Un acto de guerra», «una declaración de guerra», «guerra al Estado islámico»… Las reacciones a los terribles atentados de París son humanas, pero hay que pedir a los políticos que tengan tanta firmeza como sangre fría, tanta determinación como respeto por los derechos humanos.
El enemigo exterior está dispuesto a todo –lo ha demostrado en París, Londres o Madrid–, pero el enemigo interior puede ser casi tan peligroso. Lo demuestra el crecimiento de movimientos xenófobos en Europa y el hecho de que algunos, amparándose en que uno de los terroristas abatidos llevara un pasaporte sirio, hayan puesto ya encima de la mesa «el peligro» que representan los cientos de miles de refugiados sirios que esperan en las fronteras de Europa su traslado y asilo en nuestros países.
No han tardado en levantarse las voces, entre ellas la del expresidente Aznar, que señalan que «la defensa de la paz y la libertad tiene un precio». Aunque no lo digan, ese precio es siempre la libertad, enfrentada artificial e interesadamente a la seguridad. Cada vez que ese debate se produce, se busca limitar la libertad de los ciudadanos y, encerrar los derechos en una jaula de oro.
Occidente tiene que hacer examen de conciencia: la culpa de lo que sucede en muchos países como Siria, Líbano, Libia, Irak o en otros de Africa, es nuestra. Se ha permitido, cuando no se ha alentado, el crecimiento de líderes y movimientos terroristas que interesaban en la lucha contra algunos dirigentes y se ha abandonado a su suerte a muchos de esos países, mirando hacia otro lado, a pesar de conocer las atrocidades que allí se han venido cometiendo por parte de los dueños del poder o de quienes aspiraban a sustituirles.
Ni se ha promovido el desarrollo de esos pueblos ni la mejora de sus niveles de educación, de salud y de justicia, que son las únicas formas reales de que tengan un futuro digno y no necesiten huir de la miseria o del horror.
Tenemos pendiente la llegada a España de miles de ciudadanos sirios que huyen de esa barbarie de la que, repito, Occidente es responsable moral, cuando no algo más. Una respuesta implacable a los terroristas que matan sin escrúpulos aquí –y también allí, no lo olvidemos– debe ser también una respuesta ajustada a la ética y con visión de futuro.
Los que huyen, los millones y millones de ciudadanos que están en campos de refugiados en Turquía, Jordania, Grecia y tantos otros países, y los que van a conseguir su condición de asilados en España, en Europa, merecen una política real de integración sin sospechas, sin recelos, sin rechazo, porque ellos son también víctimas. Víctimas sin un Estado de Derecho que les ampare, que les defienda, que les proteja.
Hay que actuar en los países en conflicto. Pero no sólo atacando a los terroristas, sino defendiendo a los que sufren, acabando con los dictadores que se aprovechan de ellos y promoviendo una vida en libertad, una vida digna de sus ciudadanos. El Pacto anyihadista que propician en España los partidos democráticos –y que rechazan los que no merecen ese nombre– debe tener en cuenta no solo la legitima defensa de todos los ciudadanos, sino también los derechos humanos y la protección de los refugiados, víctimas de todos.