Los que nos dedicamos a escribir propendemos a tirar de la memoria que tiene como hilo de cometa la niñez. Aquellas naricillas que se estampaban en las lunas del escaparate y el vaho eran nubes de tul ilusión. Se exhibían Mariquitas Pérez, qué preciosa es, junto a balones de reglamento y coches niquelados de cuerda. Pero no se veían Papás Noel, debían estar por Laponia y los trineos serían muy lentos hasta que los americanos, que están en todo, nos los traerían por la chimenea con su tripuda panza y su saco atiborrado de regalos que ya habían repartido a los niños de Nueva York. Pero me quedo con los Reyes Magos que siempre estaban -por qué sería- a la entrada de los grandes almacenes con dos pajes, uno a cada lado, recogiendo a diestra y siniestra las cartas de nuestros embelesos.
Mi padre solía decirnos que las misivas debían ir en sobres grandes porque así se fijaban más sus altezas y no fallaban a la hora de la entrega. Milagrosa. Recorrer en una noche los hogares de millones de niños, de ahí que nuestros progenitores nos aconsejaran un puñado de cebada en el alféizar para los caballos. Con el tiempo, el runruneo del colegio, oh, putada, fue sembrando la duda. La noche de reyes extendí una cuerda de bramante en el bajo de la puerta del comedor donde generalmente ponían los juguetes. ¿Serían los padres? De pronto se oiría un gran estruendo de cajas y a la mañana siguiente los regalos brillaban por su ausencia. Mi hermana y yo tragamos saliva y nos cogimos de la mano resignados ante la cruel fatalidad. Así se descubrió el gran misterio de la infancia que me parece una revelación perversa.
El rechazo ingenuo, infantil, juvenil, casi en bombachos, ante el descubrimiento, me resulta fértil para otras generaciones a las que la mente destruye por los avances informáticos. Manténgase, pues, la ilusión, la añoranza, y que la Navidad, esa hoja de calendario que se despega con nostalgia, siga sosteniéndonos con los adobes del recuerdo, ese material indestructible hasta para la historia.
El mundo no siempre se ensaña con la desgracia, como quería Dickens, sino que en ocasiones hasta la compadece y ensaya a compartirla. Por ejemplo, las cárceles y los encarcelados, los enfermos y los enfermeros, los insanos y sus sanadores, los corruptos y los limpios de corazón. Amen.