Fernando Jauregui

Reflexiones tristes mirando hacia 2016.

No, definitivamente, España no ha empezado demasiado bien el año. Claro está que no lo digo por el espectáculo algo chabacano, algo sonrojante, que nos depararon ciertas televisiones en sus ‘festivales’ de Nochevieja, aunque ello pudiera resultar sintomático de hasta qué punto el (des)vestido y el retrotraerse al pasado son maneras de evadir un futuro incierto. Y, al menos para mí, preocupante.

Porque todo lo que leo y escucho en estas horas en las que aún se despereza 2016 me trae al análisis de que no estamos yendo por buen camino, y a mi viejo olfato de veterano mirón de la cosa política me atengo: tenemos un país con un Gobierno en funciones ni se sabe por cuánto tiempo. Un país en el que cada ministro –empezando, claro, por el presidente_- no sabe qué será de él en el futuro. Con un Parlamento también en funciones, en el que cada diputado, cada senador, ignora si, en realidad, podrá tomar posesión de su escaño. O si, por el contrario, se repetirán, a la vista de la parálisis en la que nos han metido algunos líderes políticos, las elecciones generales, en busca de una mayoría suficiente, de unos pactos estables, para poder investir a alguien como jefe de un Gobierno mínimamente duradero.

Y eso, claro, para no hablar de Cataluña, donde la locura podrá repetirse este domingo, de manos de un partido –si así puede llamarse a una formación asamblearia, que más se asemeja a la FAI que a una estructura partidaria moderna-_ que no representa ni al diez por ciento del electorado, pero que ha logrado tomar el control del porvenir inmediato de los catalanes. Y, de paso, del resto de los españoles, tan ligados a lo que vaya a ocurrir en Cataluña. No me diga usted que no hemos entrado en una espiral de locura.

España no se merece estos representantes, y lo digo con el mayor respeto posible. Mariano Rajoy ha dejado, con su inoperancia, con su tesis de que hay que dejar pudrir las cosas, que la basura llegase hasta estos límites. Y conste que pienso que, en estos momentos, el presidente del Gobierno y aspirante a la renovación, y el partido que preside, son el principal factor de estabilidad política en esta nación políticamente inestable y como instalada en la provisionalidad: al menos ha entendido ‘a posteriori’ el mensaje y anda ofreciendo un pacto a quien quiera suscribirlo. Solo que ahora tiene que dejarnos ver, negro sobre blanco, en qué consiste ese pacto.

Porque, para que el PSOE, inmerso en un proceso loco, así, sin más, cambie de rumbo y acoja la mano que desde el PP se le tiende, los ‘barones’, y quién sabe si el propio Pedro Sánchez, tendrán que comprender que no se trata de, apoyando su investidura, ‘reforzar a Rajoy’, sino de tomar hasta cierto punto por asalto el poder absoluto que antaño tenía Rajoy –parece que de esto hayan transcurrido unos siglos_- y obligarle a poner en marcha, como condición para el acuerdo, una serie de reformas regeneracionistas. Contando también con el concurso de Ciudadanos, que es la única formación que puede aguardar con toda tranquilidad el transcurso de los acontecimientos: sabe que es un ‘win-win’, porque, pase lo que pase, tendrán que contar con sus cuarenta escaños, con sus propuestas de cambio.

Pero, claro, para eso es preciso que se instale la serenidad en las aguas tempestuosas de un PSOE que parece haber estallado por los cinco o seis costados de poder territorial que le permitieron los pactos municipales y autonómicos suscritos en junio con Podemos y otras fuerzas, unos pactos que de ninguna manera se van a poder reproducir a escala nacional; entre otras cosas, porque Podemos, otro árbitro de la situación que representa a apenas un veinte por ciento de los votantes el pasado 20 de diciembre, no quiere ese pacto, y, para evitarlo, insiste en su pretensión de exigir un referéndum sobre la secesión en Cataluña.

De nuevo aparece en el análisis Cataluña como grave problema nacional. Quizá el más grave, el que precipita todos los otros. Más de 25 millones de españoles pendientes de si Rajoy ofrece a los otros un papel con reformas a pactar. De si Sánchez deja de mantener como prioridad ocupar el sillón más importante de La Moncloa, y de si los ‘barones’ deciden sustituir ya o no a un Sánchez que se metió en un lío diciendo que ‘jamás’ pactaría con el PP.

De si Podemos se aclara este mismo domingo en su Consejo Ciudadano, con lo del referéndum (entre otras cosas). De si los muchachos de la CUP tiran por el camino de investir a Mas tapándose la nariz –por cierto, que el aún president de la Generalitat en funciones nada ha dicho sobre las nuevas y espantosas derivas del ‘affaire Pujol’ y familia_- o quieren seguir el ejemplo que trazan sus mayores en el resto de España y repetir las elecciones autonómicas, perdón plebiscitarias… Maaadre mía.

De lo que nadie parece estar pendiente, porque a estas alturas solamente a ‘ellos’ les parece lo más urgente, es de quién vaya a presidir la mesa del Congreso de los Diputados. Aunque los diálogos parecen ahora limitados solamente a este particular, fíjese usted hasta dónde ha llegado la miopía de nuestros representantes, o de quienes aspiran a representarnos.

Y, a todo esto, la UE esperando respuestas para el ajuste del déficit español. Y cientos de inversores extranjeros importantes aguardando para traer, o no, a España proyectos por valor de muchas decenas de miles de millones de euros. Y el casi cuarenta por ciento de los jóvenes en paro mirando a ver si viene un plan de empleo juvenil de la mano de alguien con capacidad para proyectar su futuro. Y la Administración obsoleta que no se reforma. Como la Constitución, dicho sea de paso. O sea: la España antigua y señorial, mirando expectativa a ver quién va a meterla en la modernidad, en la recta final hacia 2020, si es que al fin alguien decide (y puede) hacerlo.

Uno, en su cuaderno de notas, a veces piensa en que, si hay nuevas elecciones, cosa que me parece bastante indeseable –ayer hubiese dicho: absolutamente indeseable; hoy, ya ni me atrevo a ser tan categórico–, tendría que barrer con muchos de los actuales líderes. Rajoy, que tiene una parte de culpa, como antes comentaba, de lo que ocurre –¿por qué diablos no hizo coincidir las elecciones generales con las catalanas?–, ha dicho, en su última comparecencia de 2015 ante la prensa, que él volverá a presentarse. Veremos si no le piden el supremo sacrificio.

Sánchez está haciendo lo indecible para sobrevivir, pero ya no tiene más favor que el de la propia Ejecutiva que él formó, y cuya representatividad interna parece bastante escasa, pero él aún sueña con okupar La Moncloa. Rivera aguarda su oportunidad: puede que sea el más interesado, con Podemos, en la repetición de las elecciones, que castigarán severísimamente algunas conductas registradas tras el 20-D. Y Pablo Iglesias, pescador a río revuelto, contempla ante sí un horizonte dorado: cuanto peor, mejor.

Uno siempre ha tendido a ser optimista: de cosas peores hemos salido, se decía uno a sí mismo cuando veía el espectáculo de incompetencia, egoísmos, falta de ideas y de miopía que anegaba, anega, las escasas aguas de nuestro secarral político, valga la contradicción. Hoy, mirando hacia los meses venideros, en los que tantas cosas, y tan malas, pueden pasar, está uno a punto de abandonar ese tradicional optimismo. Aunque aún espero que lo remedien, que entiendan que pasó la era de las derechas y las izquierdas –me crucificarán, derecha e izquierda, por decirlo_- y que lo que España necesita ahora es otra medicina, la de la concordia, la regeneración, la primacía de la sociedad civil a la que jamás se permitió crecer en este país nuestro. Suena muy fácil, dirá usted. No es tan fácil, lo admito; pero reconocerá conmigo que lo verdaderamente difícil es hacer las cosas tan mal como se están haciendo, mientras todos, hala, a mirar el (des)vestido de la señorita Pedroche, como si nada.

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