Fernando Jáuregui

Puigdemont no es un apestado

Puigdemont no es un apestado
Carles Puigdemont. CT

En estos tiempos del cólera y de una cierta aflicción, no podemos permitir que todo, todo, esté en funciones: la sociedad civil ha de seguir funcionando, las panaderías abriendo todos los días, las fiestas falleras buscando mayor brillantez que el año pasado y los españoles con trabajo acudiendo al mismo con puntualidad.

¿Por qué tendría el Gobierno que considerarse en funciones, además de estarlo? Es obvio que el Ejecutivo debe seguir -absurda polémica- sometido al control del Legislativo, porque el Gobierno no puede legislar, pero tiene compromisos nacionales e internacionales que cumplir.

Ahí tenemos esa ‘cumbre’ europea dentro de pocas horas, en las que la UE se juega mucho y de cuyas decisiones no podría la voz, al menos la voz, de los españoles quedar marginada. Y ahí tenemos ese ‘problema catalán’ que es una carcoma que avanza y que es enfermedad -enfermedad, sí, puesto que es anomalía- que no se curará simplemente porque los médicos miren hacia otro lado.

Por eso, ya que el Gobierno no está haciendo gran cosa en pro del diálogo a todos los niveles, creo que hay que saludar el hecho de que al menos el líder de la oposición, si es que aún se pueden seguir empleando estos término en el extraño marasmo político en el que vivimos, se reúna con el president de la Generalitat, Carles Puigdemont.

Ya sabemos que de ahí no iban a salir sino unas cuantas sonrisas más o menos forzadas y un apretón insincero de manos: ambos se encuentran, sobre todo, para propinarle una patada en las espinillas a Mariano Rajoy, que cada día parece más aislado en su feudo pontevedrés.

Pero, al menos, algo se mueve, aunque no sepamos muy bien hacia dónde se mueve: hay una propuesta, acaso demasiado genérica, sobre la mesa, una reforma constitucional que contribuyese a desbloquear una situación que se pudre, y no precisamente para resolverse por esta no-vía.

Escribo hoy desde Cataluña, donde no me he encontrado a nadie que piense en serio que la independencia del territorio va a ser posible, aunque todos crean que conflicto, lo que es conflicto, habrá, vaya si lo habrá. Y se trataría precisamente de eso, de volver a un punto de partida en el que los catalanes, incluyendo esa presunta mayoría que no es independentista, aspiraban al reconocimiento de algunas cosas; quizá demasiadas cosas, pero primero habría que comenzar por definirlas.

Y ahí es donde entra ese encuentro de Pedro Sánchez, a quien en otro plano tanto hemos criticado muchos por enrocarse en un precipitado ‘no, nunca, jamás’ a un pacto que llevase a una gran coalición que nos sacase del atasco tan peligroso en el que vivimos.

Que Cataluña no es una autonomía como, por ejemplo, mi querida Cantabria, es algo obvio, y empeñarse en una ‘identidad a diecisiete’ es no entender las peculiaridades territoriales españolas.

Hacen falta muchos encuentros como el de este martes entre Sánchez y Puigdemont, a quien de ninguna manera puede considerársele oficialmente como un apestado, para empezar a ver alguna luz al final de un túnel que construyeron demasiadas incomprensiones y apriorismos de lo-políticamente-correcto.

Este encuentro no convierte a Sánchez en un estadista como Adolfo Suárez, ni al molt honorable president en un nuevo Tarradellas. Qué tiempos aquellos en los que ambos, hablando, solventaron un problema casi tan grave como el actual. Pero ambos, el socialista y el independentista, tendrán que entender que el cierre de fronteras de diálogo existente hasta ahora, incluyendo aquel portazo de La Zarzuela a la presidenta del Parlament y el alejamiento de La Moncloa del palau de Sant Jaume, tiene que acabar ya. Ya.

Y no me refiero a forzar las cosas con un referéndum que puede solventarse por otras vías, ni a piruetas que estarían ahora, en estos momentos, repito, del cólera y la aflicción, fuera de lugar. Basta con que impere algo de sensatez.

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