Nací en la Alcarria Alta de Guadalajara. Eso lo saben bastantes. Muchos menos conocen que me crié en Durango, en pleno corazón de Vizcaya. Allí llegué con apenas 9 años y de allí partí cuando iba a cumplir 15. Volví luego hasta que ya no pude hacerlo por causas ajenas a mi voluntad y sí de los que tiñeron de plomo, bombas, sangre y dolor aquella tierra y España entera. Esos asesinos a los que hoy su cómplice Otegui escupiendo sobre las tumbas de los muertos, sobre las manos blancas que un día pidieron clemencia, sobre todas las víctimas, sus familias y las de todos los demócratas y biennacidos, llama presos políticos como si no fuera por terribles crímenes contra la vida por los que están encarcelados. Perdonen el paréntesis que no deseaba, pues no quería que se me enturbiara lo vivido el pasado sábado. Pero hay que seguir diciendo las verdades.
Treinta y muchos años después, con la zozobra de la larga ausencia, cogí en la estación Achuri, Bilbao, el «Euskotren» y me fuí hacia Durango. Había llegado al País Vasco empujado por mi nueva novela “El Rey Pequeño” que anda en plena cabalgada y decidí el viaje. Por la ventana del tren comencé a recobrar muy pronto el paisaje del Duranguesado. Los caseríos, las campas, las vacas, las ovejas, cabras también alguna y algún caballo, en ese escenario de pinos y prados, verde, con los colores y los olores inconfundibles del País Vasco, de lo que fue un día, y ansiaba recuperar, mi casa.
El tren circula pegado al bosque, tan pegado que incluso vi un jabalí a un palmo de la vía y a otro de la espesura. Por la ventanilla casi se tocan las landas y se huele el heno y la boñiga de vaca y se catan con los ojos los montes cuyos perfiles, ya pasado Amorebieta, reconocía como propios, perdurables y asomándose ahora al encuentro de los actuales, en mi memoria.
Al llegar a Durango y salir de la estación allí seguía estando Eskurdi, y la estatua de fray Juan de Zumarraga y luego cruzando el Ibaizabal estás en el pórtico de santa María, donde solo faltan las marchanteras a las que les compraba las chuches y los chicles. Y las viejas calles donde tomé mis primeros txiquitos y donde viví, Artecalle, Barrencalle, Calle Barria, Conventos. Limpias , remozadas pero en su sitio de siempre. Y Tavira y santa Ana, y el Ayuntamiento y volviendo por Conventos mi colegio, el de los Jesuitas donde estudie 5 años que me han servido mucho más que diez en otros lugares. Y un sitio, que me calló, donde me dieron el primer beso que me daba una mujer con amor y no era mi madre (cuyo reciente vacío se me hizo fuego frío) de la que de pronto recordé su nombre y sus ojos claros como si la tuviera delante. Y, sí, pedí vino en un bar donde antaño lo había pedido estuve, me senté donde me había sentado en otro tiempo, y más de dos veces se me humedecieron los ojos. Más de dos veces.
He vuelto del País Vasco reconfortado. Siento que he recuperado algo y que los vascos también lo han recuperado. Son gentes que me gustan, que me llegan y con las que me siento bien, con las que tengo en común muchas cosas. Quizás porque hay algo de esa tierra y de ellos que ha quedado, y para bien, en mí. Y hoy me siento alegre sintiéndolo y contándolo.
PD. «El rey pequeño» ya está entre los 10 mas vendidos de novela histórica en todas las listas. El Corte Ingles (3º), Casa del Libro (8º) y FNAC (10º). Gracias