El trastorno bipolar no es que una persona esté unos días en el polo Sur y otras en el polo Norte o que un mes sea del Madrid y otro del Atlético, no.
El trastorno bipolar se caracteriza por cambios anímicos patológicos que van desde episodios de máxima felicidad, mucha actividad y energía hasta la depresión.
Las causas hasta ahora conocidas que pueden causar este trastorno son: parto, medicamentos antidepresivos y esteroides, insomnio y consumo de drogas psicoactivas. Últimamente, y motivado por el comportamiento de ciertos líderes políticos, se estudia el incluir como causa del trastorno el ansia de poder.
Toda persona que haya tenido relación con un bipolar conoce los problemas que causa, problemas muy graves que afectan a la relación.
Y es que vivir con un bipolar es un calvario, es vivir en una esquizofrenia permanente. Lo que propuso en la mañana ya no vale en la tarde, para volver a proponerlo en la noche. Propugna una cosa, para poco después abogar por la contraria, ni sabe lo que quiere, ni dónde ir, ni con quien. Hoy las personas con las que está le parecen maravillosas y antes de terminar el día las odia a muerte.
Los planes que se hicieron ayer hoy ya no valen. Como podrán observar un bipolar es una persona que puede causar estragos allá donde esté, viva o se relacione. La persona o personas que viven con él nunca saben que hacer, que preparar, que organizar, que decir pues se enfrentan a un enigma que cambia de imagen cada día.
Los síntomas del bipolar son variados, yo voy a enumerar solo los que más se dan en los políticos que ni saben dónde ir, mucho menos dónde llevarnos, ni que decisiones tomar; lo único que tienen fijo en su mente – y esto solo se da en el bipolar político – es alcanzar el poder a costa de lo que sea.
En la fase maniaca presenta fácil distracción, deficiente capacidad de discernimiento, control deficiente del temperamento, comportamientos impudentes y falta de autocontrol, estado de ánimo muy irritado, pensamientos apresurados, hablar mucho y tener creencias falsas acerca de sí mismo y de sus habilidades y capacidades. En la fase depresiva presenta los siguientes síntomas; tristeza o estado de ánimo bajo, dificultad para concentrarse y pérdida de la capacidad para tomar decisiones.
Cuando los síntomas pasan de la manía a la depresión inmediatamente uno detrás de otro, se conoce como proceso mixto y es entonces cuando el que vive con él, los que comparten su vida con él o los que dependen de él, si no salen huyendo a uña de caballo, terminan en estado de esquizofrenia catatónica y paranoia delirante y son firmes candidatos a la camisa de fuerza.
De todo esto podemos deducir que entregar la dirección de un país a un bipolar, puede producir movimientos telúricos que conduzcan al desastre y, tras su mandato, dejar al país hecho un tremedal y estragado. En España hay un bipolar que reclama para sí mismo la presidencia y tiene posibilidades de alcanzarla. En España también hay un megalómano narcisista, dictadorzuelo y déspota de manual que se postula para presidente.
Este, al contrario que el bipolar, lo tiene muy claro: alcanzar todo el poder para ejercer una dictadura despótica sobre quienes, en la creencia de que él será el mesías que nos conduzca a la tierra prometida, le votaron.
Este quiere para sí los medios de comunicación, el CNI y los ministerios claves para controlar el país al modo de el Gran Hermano de la novela 1984 de George Orwell y, desde el conocimiento de que él solo no podrá, emplea el sistema del palo y la zanahoria para que el bipolar, rehén de sus manías y depresiones, le apoye en un momento de depresión o de optimismo desbordante. Si nos gobierna el bipolar, malo.
Si nos gobierna el déspota, peor. Pero cuando la situación puede alcanzar cuotas desconocidas de demolición del sistema y de los pilares en los que se ha asentado España – mal que bien – durante estos años de democracia, es si ambos el bipolar y el déspota se unen en un gobierno que sería, a mi modo de ver nefasto.
Claro que, si lo pensamos detenidamente, nosotros los españoles también somos un poco bipolares, porque hemos pasado de cuarenta años de bipartidismo en los que hemos alcanzado unos estándares de bienestar que, sin ser para tirar cohetes, nos han permitido vivir – salvo en los últimos años – con cierto bienestar, a entregar el país a una pócima formada por la mezcolanza de 15 o 16 partidos y convertir en Congreso en un atanor donde se cuece un bodrio que huele y sabe mal, muy mal.