Josep Carles Laínez

Exquisito filete de ternera

Exquisito filete de ternera
Josep Carles Laínez. PD

Regresaba de Madrid por la autovía, y en el trayecto, despejado extrañamente de vehículos, tuve ocasión de adelantar a dos pequeños camiones. Uno llevaba corderos; otro, cerdos. Se les veía, claro, a los animales.

Eran esos medios de transporte abiertos por los laterales, con los mamíferos soportando los 35º y 37º del julio castellano, amazacotados, de pie, rumbo a la muerte. Había decenas de ellos, seres a los que acariciaríamos en otras circunstancias, y nos resultarían tan tiernos como un perro, y tal vez más inteligentes que él.

Sin embargo, apretamos el acelerador y cambiamos de tema. Atrás quedan esos animales nacidos para morir, criados para morir, y por un motivo tan natural como escalofriante: comérnoslos.

No dispongo de estadísticas, pero si nos paramos a pensar en la cantidad de carnicerías, mercados y supermercados existentes, y el abasto continuado de carne, da la impresión de que deben de ser decenas de miles de animales los sacrificados al día para devorarlos en filetes, o el muslo, pechuga y entremuslo, o la cabeza partida por la mitad, los sesos, la turmas y los riñones, o picando la carne y haciendo hamburguesas, o entero como en el caso del cochinillo, o cualquier elemento del cerdo crecido, del morro a las «manitas».

En el fondo, la gastronomía -parte de la cultura tradicional de un pueblo- no se ha construido sino sobre el maltrato animal y su muerte. Pensemos en el estrés de un cochino antes de realizar la matanza, o en la impotencia de un pollito cuando recién estrenado en la vida se le secciona el pico en una máquina preparada para ello.

Y así tantos otros casos que demuestran cómo la industria cárnica y nuestro ser carnívoros se levantan sobre la explotación, tortura y asesinato de millones de seres sintientes, con el agravante de que a los cotidianos cerdo, pollo, gallina, conejo, ternera, cordero y caballo, se debería añadir la avestruz, el corzo, el ciervo, y ello sin contar toda suerte de pescados y mariscos, que parecen morir, en intensidad, menos.

Sin embargo, todos estos animales no merecen, parece ser, la piedad humana; es cierto que sí la de los animalistas concienciados, vegetarianos o veganos, quienes no solo se abstienen de comer carne o pescado, sino también de ingerir huevos o beber leche si han sido obtenidos mediante el maltrato y la tortura de las gallinas o las vacas. Se oponen por igual a las industrias cárnicas, la caza de focas, la matanza de ballenas…, o a cualquier tradición relacionada con los toros. Siendo así, ellos tienen toda la autoridad moral y la coherencia para hacerlo.

Si pretenden que ningún ser vivo sufra, es lógica su postura contra todo cuanto implique hacer un uso de los animales que les suponga dolor, malestar o muerte.
El problema, no obstante, se halla cuando el toro embolado es prohibido y nos comemos un chuletón de ternera para celebrarlo, o una buena carrillada, o una paella de pollo y conejo.

En ese momento, se produce un desfase entre lo que se hace y lo que se dice, y es cuando nos damos cuenta de que, en una medida como el intento de erradicación del toro embolado en algunas localidades españolas -que realmente va a evitar el estrés de algunos animales-, el bienestar de estos es secundario, pues si en realidad nos afectara de verdad la vida de millones de animales, empezaríamos a no comérnoslos, que es la primera medida, en tanto individuos, que podemos llevar a cabo.

Hace falta mucha burocracia, muchas reuniones, muchas enemistades, mucho pacto, mucha pérdida de votos, etc., para prohibir el toro embolado, pero para que dejen de morir animales por uno es necesaria solamente la decisión personal, en un minuto; ahora bien, tal decisión implica cambios en la vida personal, y en la época de la comodidad y la cobardía, siempre se va a tratar de postergarlos.

Esto, claro, sin valorar otros motivos que se encuentran detrás de la prohibición del toro embolado, como el trauma que sufren los niños o que estos se convertirán en el futuro en maltratadores… Ante dislates de ese estilo, vuelvo a la primera persona.

Para un niño, el toro embolado, tal y como se hacía hace cuarenta años, es decir, con las luces del pueblo apagadas por completo, era un espectáculo fascinante: las sombras del fuego en las paredes, el sonido del toro al acercarse a la barrera donde te encontrabas, la extraordinaria belleza y fuerza del animal, la oscuridad en madrugadas gélidas, el olor tan característico…

Y la conciencia de que solo era algo que se veía, en tu pueblo, cinco o seis veces al año. ¿Fue un trauma? No, en absoluto. ¿Me convirtió en maltratador de animales o de personas? Ya digo que no.

No podemos cambiarlo todo a nuestro gusto, y entenderlo es encontrar la paz (recordemos aquel viejo dicho: es más fácil cambiar de zapatos que alfombrar el mundo). Con todo, lo peor de las victorias simbólicas es que solo son eso: simbólicas.

Posiblemente este verano deje de haber quince o veinte toros embolados en España, toros que, además, no iban a morir; sin embargo, sigue aumentando el número de seres maltratados que transportan ahora por las carreteras de la península, los que entran a las empresas cárnicas para ser abiertos en canal, algunos cuando aún no han muerto, los que devendrán los asépticos filetes que van a engullir los políticos dentro de unas horas, felices de salvar al toro y a los niños del mundo, tan ensoberbecidos que ni siquiera reparan en su contradicción: en vez de amar algo, odian lo contrario.

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