ANALISIS

Javier De Lucas: «Deberes del Hombre de Estado»

Javier De Lucas: "Deberes del Hombre de Estado"
Javier de Lucas. PD

Cuántas veces hemos pensado que cierta situación adversa ya no es superable; que hemos tocado techo y que lo único que puede pasar no puede ser otra cosa que mejorar, ante tal descarrío en lo actual. Pues no. No solamente no mejora, sino que tiende a complicarse considerablemente, para empeorar. Somos así, qué se le va a hacer…

El statu quo actual en España es, cuando menos, inquietante. Y no solo por la situación en sí, que lo es; sino por el empecinamiento que muestran nuestros políticos. Porque, abriéndonos a la verdad, de pretender hacer lo que hacen, llevándonos hacia el desastre que nos llevan, no lo conseguirían de mejor manera en un estado de sana consciencia. Uno no sabe qué es peor, si pensar que lo hacen por incapacidad o por revanchismo.

Una vez más, salta como un resorte lo aprendido en los grandes y eternos pensamientos de los hombres [me refiero a los clásicos, claro] a los que, cada día más, tratan de ignorar nuestros aspirantes a gobernantes, tal vez porque no admitan su debilidad ante las verdades aplastantes seculares; y lo hacen, sin duda, porque les revuelven las entrañas de su conciencia acomodaticia y laxa. Ante semejantes circunstancias suelen hacer como el avestruz ante la realidad inexorable e indiscutible, huyendo del compromiso de actuar en consecuencia: meter la cabeza debajo del ala como si no fuera con ellos lo que resulta más que evidente.

En cuyo caso, al final, cerrar los ojos a la evidencia es un mal que padecen nuestros políticos, y cuya consecuencia calamitosa nos hará sufrir a todos más pronto que tarde.
Bien es cierto que todos estamos obligados al deber; ob-ligados, ligados al objeto del deber. Pero si hay quien debe predicar con el ejemplo haciendo de ello virtud, son los gobernantes, los hombres de Estado.

Desde el siglo VII a. C., con las polis en Grecia, y desde el VI a. C., con la República en Roma, la «cosa pública» [res pública] siempre ha sido un concepto sagrado. Por cuanto resulta lógico, exigir a los servidores de ésta, unas capacidades y respuestas ad hoc con lo sagrado, como es para la ciudadanía lo público.

El hombre de Estado ha de ser un ciudadano no sólo por encima de los intereses personales; más aún, también por encima de los partidistas. «Nadie en cualquier magistratura, mientras tenga el poder, considera y dispone el interés propio, sino que piensa en el bien de los gobernados», nos recuerda Platón en su República.
Continúa Platón con un segundo precepto instando a los gobernantes a «velar sobre todo el cuerpo de la República, no sea que, atendiendo a la protección de una parte, abandonen a las otras». En este mismo sentido afirma Cicerón:

«Lo mismo que la tutela, la protección del Estado va dirigida a utilidad no de quien la ejerce, sino de los que están sometidos a ella. Los que se ocupan de una parte de los ciudadanos y no atienden a la otra, introducen en la patria una gran calamidad: la sedición y la discordia».

Es tan triste como indignante tener que decir que la talla de nuestros políticos es deplorable. Y se superan cada día, sin importarles en absoluto lo que piensen y soporten los ciudadanos, lo que pueda acarrear seguir meses y meses sin gobierno por culpa de la ambición y la obsesión por mangonear un país a la deriva, sin importarles, al fin, lo que pueda significar de irresponsable su actitud indolente de sus deberes para con el Estado.

La magnanimidad y la grandeza de un gobernante la define Cicerón de forma sublime: «Un ciudadano sensato y fuerte, y digno de ocupar el primer puesto en la República alejará y detestará estos males [la sedición y la discordia] y se entregará enteramente al servicio de ella, no buscará ni riquezas ni poderío, se dedicará a atender a toda la patria, de forma que mire por el bien de todos. Jamás expondrá a nadie, por falsas acusaciones, al odio y a la malquerencia, y de tal manera se abrazará a la justicia y a la honestidad que para mantenerlas afrontará peligros y hasta se entregará a la muerte…»

Esto, que parece una broma ante la situación de lo que estamos viviendo, es la realidad que invalida vergonzosamente a nuestros gobernantes para tal función. No son capaces de entender que la gobernabilidad de un país se ejerce tanto desde el gobierno elegido y ganado en las urnas, como desde la oposición también designada por los ciudadanos con sus votos.

Y todo porque ven en la oposición una labor, un quehacer, secundario y peyorativo. No entienden que el gobierno se lleva a cabo en todas y en cada una de las propuestas presentadas en el parlamento día a día. Una oposición desde la responsabilidad y la exigencia correctas es más encomiable, si cabe, que el ejercicio de gobernar desde el ejecutivo. Porque la oposición también es gobierno, por ser exigencia y garante de la equidad, del cumplimiento de las leyes y de su aplicación justa y ponderada.
El porqué de esta aceptación tan despreciativa de la oposición por parte de los propios políticos está bien clara: la realidad es que donde decimos democracia [virtual] deberíamos decir partitocracia, además de las razones oscuras e inconfesables que se ocultan tras esta partitocracia práctica.

Gobernar con un sesgo partidista y sectario es una tentación en la que es difícil resistirse en nuestra política. Aquí cada uno barre para casa y para los suyos, los demás no cuentan; y es que estamos a años luz de lo que nos enseñan los preceptos de los hombres que marcaron los principios de la democracia, la justicia y las libertades. Todo parecido entre uno de nuestros políticos y un gobernante platónico o ciceroniano, es pura coincidencia.

No le damos la importancia que realmente tiene; pero, tras todo esto, al final, solo surge el odio y la venganza; sentimientos y pasiones que, aun siendo humanos, no dejan de ser terribles.

A ver si un día de estos surge un político, ¡sólo uno!, responsable, honesto y justo. Todos los demás desaparecerían.

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