Ante la posmodernidad que nos invade, hay quien dice que estamos ante el final de la historia; otros vocean que el «Armageddón» está ahí mismo, a la vuelta de la esquina, trufado, por supuesto, con el maléfico Nuevo Orden Mundial, que incendia el horizonte de nuestra época con sus luces crepusculares.
Sin embargo, estemos donde estemos y suceda lo que tenga que suceder, por mucha posmodernidad futurista que se lleve, España seguirá siempre siendo diferente, teniendo su genio y su figura -que nos conducirán a la sepultura-, pues hemos inventado el «futuro regresivo». Para decirlo con un lenguaje cinematográfico, España es el país «Benjamín Button», donde hasta los neonatos tienen apariencia amojamada, pues lo que aquí se entiende como «progreso» no es más que desenterrar momias, poner en pie ideologías acartonadas rescatadas de los basureros del mundo.
Pero esta posmodernidad a la española no es de extrañar, si partimos del hecho de que somos el país más viejo del mundo, hasta el punto de que la ancianidad la padecemos desde nuestro mismo nacimiento como nación.
Eso del «futuro regresivo» también se podría explicar con otra paradoja cósmica: España es el país del «progresismo retro», del cambio «Virgencita, que me quede como estoy». Confieso que desde hace algún tiempo la palabra más insufrible para mí es «progresista», que en nuestros lares se entiende como exhibir ideologías rancias que apestan a naftalina, que semejan esqueletos de dinosaurios fosilizados en cavernas siberianas.
El hedor a apolillado alcanza su paroxismo de retorno al pasado cuando el progrerío exhibe el gesto más grotesco y ridículo que se puede encontrar en los terrenos de la política: el puño en alto. Benjamin Button a tope: estos podemitas acaban de nacer, y ya son viejos. Los sociatas están ya desde hace tiempo en la tercera edad, y entrarán en la cuarta dimensión si se repiten las elecciones.
Y si a esa payasada marxisto-bolivariana del puño en alto le añadimos el «inri» de la arcaica división del espectro político en derechas e izquierdas, ya tenemos a la vista un salto al hipertiempo que nos transportará a la España disecada por una maléfica taxidermia en las barricadas del 36… y más allá.
En una Europa sometida a la tiranía de Bruselas, donde los gobiernos no tienen prácticamente ningún poder de decisión sobre sus asuntos económicos, que vienen teledirigidos desde los cenáculos de la Unión Europea, resulta esperpéntico recurrir a la vetusta antinomia entre diestra y siniestra, ya que todos los partidos, sean del signo y el color que sean, están obligados a aplicar las mismas políticas para atajar los déficits, cumpliendo a rajatabla las exigencias de Bruselas. Es decir, que el eslogan populista de «recortesno» será siempre arrasado por el más atroz y bruseliano de los austericidios.
El caso más flagrante ha sido el de SYRIZA, partido aparentemente de extrema izquierda que ha acabado por aplastar a Grecia con una política de hierro que ha sometido a los griegos a los recortes más brutales desde que empezó la crisis.
Y es que, como dice el refrán, «izquierdosos vendrán, que a la derecha buena harán».
Por eso, cuando oigo al ínclito señor Sánchez dividir España en derechas e izquierdas, y declarar pontificalmente que la izquierda jamás puede apoyar a la derecha por incompatibilidades programáticas, estas palabras me traen aromas a «queimadas» guerras civilistas, imágenes de libros carcomidos y amarillentos, declaraciones libertarias conservadas en formol, políticos disecados en el polvoriento desván de la historia. Vejez, podredumbre, decrepitud, venenoso moho con cuya pátina quieren contagiar a España dividiéndola en dos.
¿Qué es «derecha», señor Sánchez? Pues Bécquer diría aquello de «derecha eres tú», pues llegaste a pactar con Rivera, del cual dices ahora que es derechón porque se entiende con Rajoy. Y derechón fue Zapatero, el precursor iluminado del austericidio, al que los Reyes de Bruselas le dejaron crisis como panes en sus zapatos.
Pero la verdad es que no hay apenas diferencias programáticas entre los partidos constitucionalistas, ya que estamos en el imperio monótono de la socialdemocracia, especialmente en España, donde no se puede decir que exista una derecha propiamente dicha, pues nuestros partidos conservadores apenas conservan ya nada, imbuidos cómo están de la legalidad de casi todos los abortos, de las maravillas de la identidad de género, y de mil cosas más típicas de la progresía, hasta el punto de que, con mayoría absoluta, siquiera fueron capaces de eliminar la funesta ley de memoria histórica. Padecemos una derecha tan acomplejada y cobarde, que está torcida, disfrazada de centrismo arrebatador y moderno, que por cualquier cosa te llaman «facha perdío» en este país, oiga.
En fin, que nuestra película se podría titular «La izquierdas que no amaban a las derechas». Un psiquiatra diría que en esta guerra de las izquierdas contra las derechas hay un bullebulle de guerracivilismo soterrado, de derrotas frentepopulistas, de venganzas frías y endiablado rencores, de noches toledanas… manifestaciones prístinas del síndrome de «Benjamín Button», que puede llevar a la progresía incluso al desvarío de rescatar del baúl de los recuerdos la apocalíptica refriega entre burgueses y proletarios.
Y a todo esto, la guinda la pone el inepto insoportable Alberto Garzón suplicando un día sí y otro también que Sánchez se anime a presentar un gobierno alternativo de izquierdas. Y lo dice él, que se llenó la boca durante la campaña electoral con palabras como «patria», «pueblo»… Que me explique este malagueño qué entiende por «patria» y por «pueblo», cuando se pasa por el forro la mayoritaria voluntad del pueblo español, que quiere ser gobernado por la derecha, si es que aún nos queda alguna.
O sea, que la izquierda era esto: una loca ambición por poltronas y ministerios, aunque suponga tener a un país en el más absoluto desgobierno, con una amenaza independentista, y con la espada de Damocles de una Bruselas que nos marca implacablemente la hoja de ruta que sí o sí deberemos seguir.
Sí, somos la «España Button», el desdichado país de «los izquierdosos que no amaban a España». Y ahí los tenemos, a Pedro y Pablo, Button a tope, los reyes en el palacio de las corrientes de aire.
¿Por qué justo a nosotros nos tocó ser nosotros?