Luis Ventoso

Moneda falsa

No, los amigos no se encuentran en Facebook

Moneda falsa
Luis Ventoso. PD

No concibo experiencias mucho más aterradoras que las reuniones de comunidad de vecinos y los reencuentros de antiguos alumnos.

En las cumbres de los portales, con luchas a degüello por tres pesetas en la limpieza del garaje, descubrí el acierto de Hobbes: el lobo es un lobo para el hombre.

En cuanto a las comidas con la promoción del cole, jamás acudo y hasta pagaría por no ir, lo que lleva a algunos de mis seres queridos a tacharme de «misántropo» (los más finos) y de «borde» (los más francos).

Acabo de recibir una invitación para un encuentro más de 35 años después con aquellos muchachos con los que estudié en un cole curil, de aulas solo masculinas, que eran un barril a presión de testosterona desatada y gamberrismo tontolaba (y me incluyo).

No acudiré, por una razón sencilla: no me gusta la impostación de la amistad y en realidad casi nada te une con personas a las que no has vuelto a ver desde que eras niño.

Tu gran amigo de la infancia, lleno de brillo, confianza y confidencias, puede emerger de la máquina del tiempo como un mastuerzo erosionado y amargado por la vida -que nos derrota a todos-, un perfecto extraño con el que en realidad ya nada compartes.

Desinhibidos por la diplomacia del Rioja, simularíamos una entrañable camaradería, que no existe, resumiríamos nuestras biografías y al poco tiempo nos veríamos hablando del Madrid y el Barça para rellenar nuestro abismo (esto si el tío no te larga un divorcio lacrimoso, o un mitin iracundo sobre la malignidad ontológica de Mariano).

Un montón de clásicos han saludado la amistad como el mayor regalo. El baqueteado Mark Twain resumía la fórmula de la felicidad como «buenos amigos, buenos libros y una conciencia tranquila» (le faltó el amor romántico, a pesar de sus escozores). Shakespeare, tabernario y de grandes amigos, recomendaba «engancharlos a tu alma con un ancla de acero».

En España tendemos a devaluar la grandeza -y rareza- de la auténtica amistad, porque confundimos «amigo» con «conocido».

«Ah, ¿Raúl? Sí hombre. ¡Qué majete! Es muy amigo mío», te suelta un tío que conoce al tal Raúl solo de dos comidas de trabajo y una reunión-coñazo frente a un «powerpoint» simplón de un consultor pedante con ínfulas de Steve Jobs.

La tergiversación del concepto de amistad se extrema en Facebook, donde se lleva al paroxismo esta vieja advertencia de Aristóteles: «Un amigo de todos es un amigo de nadie».

¿Dónde estarán los amigos virtuales si te toca un cáncer en la ruleta rusa de la salud, o si un latigazo económico te arroja al paro? Todos somos grandes amigos en los efluvios de unas cañas.

Los (falsos) amigos florecen también en la coba que rodea al éxito. Una estafa, porque como advirtió el osuno sabio inglés Samuel Johnson allá en su siglo XVIII, «no puede haber amistad sin confianza y no puede haber confianza sin integridad».

Johnson y Boswell, su biógrafo, un pequeño noble escocés, simpático, dipsomaníaco y putañero, convirtieron su inesperada amistad en una obra de arte que aún se venera. Un amigo vale la grandeza de este mundo. Pero fuera de la burbuja de Facebook, se cuentan con los dedos de una mano.

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