Jon Juaristi

Degeneraciones

La degeneración corresponde a la naturaleza; la ineptitud, a la incultura

Degeneraciones
Jon Juaristi. PD

EN una de mis columnas de septiembre me referí a la actual obsesión por la regeneración de la política y recordé al respecto la moda del regeneracionismo durante la Restauración.

No aludí, por falta de espacio, a una obsesión complementaria y necesariamente previa: la obsesión por la degeneración, también muy fin de siglo XIX. Se extendió a toda Europa, aunque afectó de modo particularmente virulento a los países de lengua romance desde la derrota de Francia en Sedan.

Con absoluta falta de rigor, se hablaba en aquella época de «raza latina», y cundió la idea de que tal raza se hallaba en una fase aguda de decadencia biológica y moral mientras que la «raza germana» se venía arriba. Un húngaro judío de lengua alemana, Max Nordau, publicó en 1892 un famoso ensayo titulado Degeneración en el que identificaba los síntomas culturales de la misma (el decadentismo: o sea, la pintura postimpresionista, la poesía simbolista y la novela naturalista).

Aunque apuntaba a los franceses, Nordau no perdonaba a los británicos, en cuya cultura veía también un rasgo delicuescente, el prerrafaelismo. En España, el libro de Nordau (dedicado a Lombroso) se publicó en 1895 con prólogo de Salmerón. Tanto Salmerón como Cánovas creían que los españoles degeneraban con mayor rapidez que los franceses.

Pero los más convencidos de que la degeneración progresaba fueron los socialistas, que veían a los trabajadores embrutecidos y debilitados por la taberna, la mala alimentación, las jornadas a destajo y la insalubridad reinante en los suburbios.

La insistencia del socialismo en este asunto trajo al partido de Pablo Iglesias unos cuantos médicos de los llamados «higienistas» (Vera, Madinabeitia, Trigo…).

Los anarquistas sostenían que estos higienistas fueron responsables de la degeneración del PSOE, porque, como burgueses, imprimieron a todo el partido un sesgo reaccionario. ¡Menudo morro tenían los anarquistas, cuyas filas estaban a petar de médicos partidarios del aire del campo y de la goma higiénica (Serrano, Vallina, Guajardo, Poch, los Alcrudo, Isaac Puente, Martí Ibáñez, Mendiola, y un largo etcétera)!

El degenerado, para la izquierda, es siempre el otro, el enemigo: el capitalista que se gasta en orgías la pasta que te roba o el traidor a la revolución (Trotsky definía a la URSS de Stalin como un «Estado obrero degenerado»).

La derecha, más pesimista, cree en una tendencia natural de toda la especie humana a degenerar. Para los nazis, los judíos representaban el colmo de la degeneración. Los metías en Auschwitz, por ejemplo, y degeneraban enseguida, demostrando así que el aspecto saludable que tuvieron en libertad era sólo apariencia engañosa para camuflarse como arios.

Una vez puestos a buen recaudo, volvían a su naturaleza fatalmente degenerada. Como se sabe, Goebbels organizó una exposición de «arte degenerado» con montones de cuadros de vanguardia. En el fondo, las ideas de Goebbels sobre el arte eran las mismas de Max Nordau.

El socialista vasco Mario Onaindía solía decir que en política, al revés que en la naturaleza, sólo sobreviven los menos aptos. Sin embargo, inepto no equivale a degenerado. Pedro Sánchez, pongamos por caso, es un inepto en política (a estas alturas, hasta él mismo ha debido de darse cuenta). Pero los ineptos no hacen degenerar la política.

La aniquilan de golpe cuando alcanzan el nivel crítico de su ineptitud. Es trágico, pero se debe a un error de estimación, no a la biología. Acaso Pedro Sánchez habría triunfado cantando rancheras, como su lejano pariente Cuco asimismo Sánchez, del que, por cierto, es la viva imagen. Nunca lo sabremos, porque se empeñó en llegar a presidente de gobierno, no a mariachi.

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