Esther Esteban

La simplificación y sus consecuencias

La simplificación y sus consecuencias
Esther Esteban. PD

Hay en Javier Fernández algo de contracíclico. Una mirada sosegada, basada en los principios del racionalismo en una etapa acelerada de tiempos líquidos. Tiempos que más que líquidos parecen licuados, establecidos sobre una tendencia general a la ultrasimplificación.

Así es como Javier Fernández no rima bien con quienes se creen capaces de resolver, en un único tuit o en un único vocablo, todas las mañanas del mundo».

La reflexión es de Eduardo Madina que en un amplio artículo publicado estos días hacía una reflexión sobre el complicado momento político que vive nuestro país, con la tesis de que su partido debe volver a tener posiciones claras sin dejarse embaucar por los cantos de sirena de las ideologías mágicas.

Mas allá de que, evidentemente, Madina pueda respirar por la herida que le supuso ser el perdedor de la etapa de Pedro Sánchez y, por lo tanto, ahora se sienta más confortable en el lado de los ganadores en la guerra fratricida el PSOE, su artículo hace una disección de los tiempos convulsos en los que vivimos con un hilo conductor muy interesante: el de la simplificación de todo.

Dice y no le falta razón que hay quienes con un tuit o una sola palabra se creen capaces de explicar realidades de enorme complejidad «por las que, en el fondo, están demostrando no tener respeto alguno» y advierte contra los estragos que pueden hacer los populistas a nuestra sociedad .

Solemnizar lo obvio es algo que los políticos españoles llevan haciendo mucho tiempo y no se trata de apoyarse en la nostalgia de que cualquier tiempo pasado fue mejor, en absoluto pero, sí es cierto que el debate político está huérfano de hombres y mujeres que hagan de la reflexión profunda una forma de ser y estar.

Tal vez esa sea una de las claves del sectarismo barato que respira la política española y aunque la salida de este «impasse» debería centrarse en la urgencia de desarrollar distintas formas de pacto, el asunto es que los actores de esta obra no parece que estén por la labor de consensuar un guión para que haya una puesta en escena al menos digna.

Creo firmemente y así lo he dicho en varias ocasiones que en la política española de los últimos tiempos sobra testosterona individual y partidista y no solo porque se pretenda una polarización -que eso podría ser una cuestión superable- sino porque todos se creen los «reyes del mambo» y se sitúan de uno u otro modo por encima de lo que ya han dicho las urnas.

Lo que le está ocurriendo al PSOE es el resultado de muchas cosas de las que no son ajenas el resto de los partidos que padecen una miopía centrada en el «pan para hoy y el hambre para mañana».

La ultrasimplificación de las cosas llevada a conceptos ideológicos pueden meter a los partidos en una especie de bucle melancólico para el que no habrá salida o si la hay será mala.

Ahora no se trata sólo de que salgan las cuentas para la investidura o de que haya una tercera convocatoria electoral, sino de qué hacer el día de después para recuperar los mimbres que se están deshilachando del cesto de la convivencia democrática.

Las democracias estables exigen la presencia de fuerzas alternativas dentro del sistema, tanto de la izquierda como de la derecha y cuando una de las posiciones falla es fácil que, a río revuelto, la ganancia se la lleven los populistas de uno u otro sector como está ocurriendo en Europa.

Solo hay que observar el panorama par ver lo que no debemos hacer: permitir que sean los más radicales e intransigentes quienes al final nos marquen el camino. El PSOE tardará tiempo en restañar sus heridas pero los carroñeros que están a la espera de despedazar su cadáver no pueden darse un festín que al final se nos atragantaría a todos.

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