LO que no deja de tener su gracia es que la concesión del Nobel literario origine tantas y tan apasionadas discrepancias como la del Balón de Oro que inauguró una nueva partición de las dos Españas entre «messistas» y «cristianistas».
Se diría que este es un pueblo bibliófilo que no admite bromas con los asuntos referidos al Parnaso. Como si, al igual que los gansos capitolinos en el estanque de Juno, nos hubiéramos arrogado la custodia del templo de la Literatura contra sus profanadores.
Toda esta bronca entre personas que dicen que el premio lo merecía Philip Roth sólo porque intuyen que eso es lo que hay que decir para estar en la pomada de la conversación me recuerda la parodia de Cuerda en «Amanece que no es poco» acerca del guardiacivil interpretado por Saza que regaña a un plagiador de Faulkner por haberse atrevido a cometer semejante desmán en un pueblo cuyos habitantes no van al bar a jugar a las cartas o ver el partido, sino a cultivar la devoción por Faulkner.
Resulta que España entera frecuenta devociones literarias así de trascendentales, porque la concesión del Nobel a Dylan arruinó la semana a numerosísimas personas que se encerraron a llorar en el cuarto de baño o pasearon melancólicas, derrotadas, por los parques porque sabían que durante el resto de su existencia tendrían que convivir con una Literatura degradada, cuando no humillada.
Y eso, al parecer, es muy duro de sobrellevar en un país en el que, cuando te sientas a cenar en un restaurante con amigos, la conversación arranca, o gracias a la política o el fútbol, o porque alguien pregunta: «¿Qué series estáis viendo?».
De hecho, como a alguien se le ocurra romper el hielo con Kierkegaard, los mismos camareros se lo afearán golpeándole repetidas veces con una servilleta anudada y los restantes parroquianos que se hallen presentes en el establecimiento contribuirán a reducir al lector pedante y a arrojarlo, como corresponde en estos casos, al pilón más cercano.
En España existe un solo día concebido oficialmente para hablar con pasión de literatura, y es el de la concesión del Nobel.
Y ello es así sólo cuando admite la bronca, el enojo, la cólera del español sentado, agraviado hasta sus mismas entrañas por insultos que un día provienen de un entrenador de fútbol y otro de un jurado sueco. Qué más da, mientras pueda practicar la gimnasia de la indignación.
El Nobel ha hecho, con Dylan, una labor de promoción literaria mucho más eficaz y masiva que cualquiera de esas campañas del ministerio o de los académicos de la Real que ni en sus más delirantes fantasías podrían aspirar a poner a tanta gente a hablar de libros.
Esto es algo en lo que deberían reparar en Estocolmo: cuando premian a ignotos escritores menores que de repente surgen como por hechizo en los anaqueles de las librerías, el recorrido de la ira es corto. Si quieren promover adhesiones literarias de una virulencia insólita, el año próximo que se lo den a Berlusconi. O a mí: me ofrezco voluntario.