No comulgo con ninguna o casi ninguna de las ideas que defiende Pilar Rahola, periodista, ex diputada de Esquerra Republicana de Cataluña, tertuliana, y me gusta poco lo que dice y cómo lo dice. Al arzobispo de Barcelona, monseñor Omella, se le ocurrió proponerla nada menos que fuera pregonera del Domund de este año e hizo de mediador con ese excelente sacerdote que dirige las Obras Misionales Pontificias en España, Anastasio Gil. Hay que ser valientes para encargar el pregón del Domund a una atea y partidaria del aborto como Rahola y arrostrar las críticas que iban a venir desde dentro, sobre todo, y desde fuera de la Iglesia. Valientes, abiertos, libres e inteligentes, porque, dicho todo lo anterior, el pregón de Rahola dedicado a los misioneros que se dejan la vida con los más pobres, los más desprotegidos, es, sin duda, uno de los mejores y más certeros de los últimos años.
Rahola habla de esas «miles de personas que un día deciden salir de su casa, cruzar fronteras y horizontes y aterrizar en los lugares más abandonados del mundo, en aquellos agujeros negros del planeta que no salen ni en los mapas. ¡Qué revuelta interior tienen que vivir, que grandeza de alma deben de tener mujeres y hombres de fe, qué amor a Dios, que los lleva a entregar la vida al servicio de la humanidad! No imagino ninguna revolución más pacífica ni ningún hito más grandioso». No se puede decir más y mejor por una persona que no cree en Dios pero que afirma creer «en la gente que cree en Dios y que, por ello, son mejores». No siempre es así, dicho sea de paso, pero esos 13.000 misioneros españoles repartidos por el mundo, más mujeres que hombres -sólo aquí no hacen falta cuotas-, religiosos y laicos son mejores que todos nosotros porque creen en Dios de verdad, a fondo, sin reservas. Le entienden, como también dice Rahola, «como una inspiración de amor y de entrega, un faro de luz, ciertamente, en la tiniebla». Y por eso mismo los misioneros creen en los hombres, hechos a imagen de Dios, y les dan todo, hasta la vida. Ir a la tierra del otro lo vienen haciendo los cristianos desde hace dos mil años. Sin límites, portadores de la palabra de Cristo y, a la vez, servidores de sus necesidades humanas, señala Rahola, con «una herramienta transgresora y revolucionaria: la revolución del que no quiere matar a nadie sino salvar a todos».
Cita Rahola, entre otros, a Isabel Solá Matas, la joven catalana de la Congregación de María Santísima asesinada no hace mucho en Haití que creó un centro de atención y rehabilitación de mutilados que fabricaba prótesis para las personas sin recursos. Isabel decía que ese país era «mi casa, mi familia, mi trabajo, mi sufrimiento, mi alegría y mi lugar de encuentro con Dios». No se entiende a ninguno de los misioneros, los grandes apóstoles del amor, sin su cercanía a los problemas de los hombres, de cada hombre y sin diálogo con Dios. Son muchos, pero insuficientes y, casi siempre, sin apenas medios. Por eso hay que ayudar y ser generoso. Rahola termina el pregón -búsquenlo, léanlo- diciendo que esta llamada «nos interpela a todos: creyentes, agnósticos, ateos, a los que sienten y a los que dudan, a los creen y a los que niegan o no saben o querrían y no pueden. Las misiones católicas, dice con razón, son una ingente fuerza de vida, un inmenso ejército de soldados de la paz que nos dan esperanza a la humanidad». Es difícil decirlo mejor.