RESISTIR es vencer. Quizá porque no sabe hacer nada mejor que aguantar y apalancarse, Mariano Rajoy ha convertido un defecto en su virtud más demoledora. Ha ganado al trantrán, a base de una resiliencia estática, más cerca de la pasividad que de la adaptación, con más paciencia que entereza.
En estos diez meses ha estado por dos veces al borde del abismo, más fuera del poder que dentro, con la decisión clave fuera de su control. Dos momentos en los que se quedó quieto porque no podía hacer otra cosa. En la primera de esas ocasiones lo salvó el ataque de arrogancia de Pablo Iglesias.
En la segunda fue Pedro Sánchez el que midió mal su propia fuerza. El resto del tiempo ha manejado la situación con la terca frialdad de quien es capaz de hacer de la cachaza una estrategia.
La reelección marianista es un triunfo del clasicismo contra la posmodernidad. Hay una parte de la sociedad española que el presidente no sólo no entiende, sino que desdeña.
Rajoy es por temperamento un conservador puro, refractario a los fenómenos sociales contemporáneos, a los espasmos volátiles de la opinión pública, a la adolescente compulsividad de los estados emocionales. Ese desprecio por lo que no comprende lo blinda de indiferencia ante sugestiones colectivas; no resulta en absoluto impresionable.
Su liderazgo consiste en aferrarse a los resortes tradicionales de una clase media madura, estable, renuente a los cambios; un segmento de población muy numeroso, electoralmente aún decisivo pero arrinconado por el ruido mediático.
Una España sin Twitter cuyo olvido ha desorientado al PSOE, desarraigándolo, desanclándolo del soporte de sus antiguas mayorías. La España profunda, rutinaria, convencional, analógica, silenciosamente atrincherada en valores seguros y pragmáticos.
La jornada de ayer fue el ejemplo prístino de esta dualidad que explica la prevalencia del marianismo. Durante todo el día, los focos informativos se desplegaron para iluminar rincones subalternos de la escena. La renuncia de un Sánchez que se resiste como un zombie, en vísperas de Difuntos, a aceptar su muerte política.
La expectativa de disidencia de un pequeño número de diputados socialistas. La manifestación de una extrema izquierda que impugna la democracia representativa en un delirio de populismo sectario.
Una agenda episódica que construía una percepción ficticia de la realidad esencial, oculta del primer plano bajo la espuma de lo accesorio: la de que, al filo del anochecer, una votación parlamentaria cerraba trescientos días de interinato institucional y estancamiento político. Y que de ella emergía, con el traje planchado, el único dirigente que ha sabido medir sus fortalezas y debilidades para sobreponerse a la incertidumbre sin salir de ella completa o parcialmente descarrilado.
Presidente por descarte, presidente sin brillo, presidente por agotamiento o por aguante. El presidente con menos votos en contra de la democracia.