Juan Manuel de Prada

Pedro Sánchez se sube al coche… de Podemos

Tal vez tengan que pagarle la gasolina, pues su ídolo ha dejado de vivir del erario público

Pedro Sánchez se sube al coche... de Podemos
Juan Manuel de Prada. EP

CUANDO la gente tenía la cabeza sobre los hombros, sabía que lo que es causa de nuestra enfermedad no puede devolvernos la salud; pero en un mundo que ha extraviado la cordura los causantes de las mayores calamidades pueden pavonearse tranquilamente, asegurando que son su antídoto y remedio.

Así ocurre con Pedro Sánchez, que después de dejar al Partido Socialista hecho unos zorros ha salido lloriqueando ante las cámaras, presentándose como su salvador. A mí esto de lloriquear ante las cámaras, que en la mujer ya me provoca disgusto, en el hombre me parece asquerosidad de miramelindo, que en este Sánchez se complica con sus puntas de fariseísmo.

Sabe que se dirige a una parroquia que ha dimitido de la nefasta manía de pensar y a la que basta con «conmover». Y, puesto que a nadie ha logrado convencer en su vida (salvo al tribunal universitario que lo hizo doctor), Sánchez se ha lanzado a conmover a los socialistas más desnortados, y amenaza con subirse a un coche, para hacer proselitismo entre los «militantes», que es el eufemismo con que se designa, en un mundo que reniega de la milicia, a los secuaces.

Tiene su gracia siniestra que el tipo que ha empujado a su partido a la más completa irrelevancia pretenda ahora presentarse como una suerte de redentor de la causa que ha arruinado.

Ciertamente, se trata de una causa falsorra, pura quincallería de resobados tópicos progresistas que el ascenso de Podemos ha dejado para el desguace; pero tal ascenso no sería del todo explicable si enfrente no hubiese estado este Sánchez, un perfecto cóctel de inanidad y megalomanía adornado con su pizquita de resentimiento.

Sánchez ha logrado convertir los anteriores fracasos de Almunia o Rubalcaba en hazañas inalcanzables; sólo que, allá donde Almunia o Rubalcaba se retiraron, abochornados de su fracaso, este Sánchez sacó pecho fatuamente, empeñado en una operación de salvamento personal. Es lo que ocurre cuando se encumbra a un advenedizo.

Para lograr que esa operación de salvamento personal pasase inadvertida, Sánchez se erigió en paladín de la «militancia» que lo había encumbrado. Una «militancia» muy talludita que, desbordada por el auge de Podemos, trataba patéticamente de imitar sus excesos juveniles (pero los excesos, que en la juventud pueden resultar «sexis», en la vejez sólo provocan repugnancia y aversión).

En el fondo de este patético histrionismo subyace la mala conciencia de quienes, a la vez que envejecen, han sucumbido a las ventajas de la vida burguesa; y, para disimularlo, exageran la nota vociferante, en una huida hacia delante que pretende convertir al Partido Socialista en un sucedáneo chusco de Podemos.

Por esta razón la «militancia» eligió a Sánchez, viendo en él al guapito de cara que podría eclipsar a Iglesias (pero, como es una «militancia» provecta, ignora que ya no molan los guapitos de cara, sino los malotes de sonrisa embaucadora y colmillo retorcido); y por esta razón, aunque su estrategia se reveló pronto equivocada, han tratado de salvarlo contra viento y marea, pues el fracaso de Sánchez es también su fracaso propio, el fin de un sueño de hegemonía que ha durado cuatro décadas.

Pero en su decrepitud aún les resta un consuelo: desde hoy mismo, Sánchez se sube al coche, dispuesto a arengarlos, para que no decaiga su brío.

Tal vez tengan que pagarle la gasolina, pues su ídolo ha dejado de vivir del erario público; pero, compartiendo solidariamente sus gastos, recuperarán el espíritu del socialismo pionero y podrán hacerse la ilusión de volver a los orígenes. Y hasta podrán derramar juntos alguna lagrimilla, conmovidos ante el infortunio del advenedizo que se creyó capaz de alcanzar La Moncloa, después de dejar a su partido hecho unos zorros.

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