Coincido en una televisión con la vicepresidenta de la Generalitat Valenciana, doña Mónica Oltra, a quien siempre he considerado persona sensata y fiel a sus ideas, pero flexible a la hora de negociar. Le digo que no escucho recetas concretas, por parte de ningún partido político, tampoco el suyo, para solucionar el mayor problema que, a mi juicio, padece España: que el Estado de las autonomías no funciona. Me niega la mayor, y me dice que sí funciona, porque funcionan la educación o la sanidad en todo el territorio nacional, autonomía por autonomía. Claro que no me convence en absoluto, porque no todo es el estado de bienestar, que está periclitado, y que, de todas maneras, no necesita de una organización autonómica para su marcha. Todos los interlocutores coincidimos, en todo caso, en que España tiene, en general, que solucionar la financiación autonómica. A partir de ahí, empiezan los desacuerdos, y nadie parece saber por dónde empezar.
Le dije a la señora Oltra que, a mi entender, habría que comenzar admitiendo, todas y cada de las autonomías, que España es un país heterogéneo, y que no queda otro remedio que reconocer que no es el mismo el tratamiento fiscal y económico a dar a mi querida Cantabria que a Cataluña, porque son dos autonomías diferentes, como lo son la valenciana y la gallega. Quizá el comienzo del arreglo del embrollo autonómico consista en ir arreglando la relación con el Estado autonomía por autonomía, y no de manera global, que es cuando surgen las envidias, las rencillas y los agravios comparativos: tenemos diecisiete problemas y habrá que buscar diecisiete soluciones, quizá todas ellas diferentes, pero complementarias.
Eso pasa, naturalmente, por un previo pacto de Estado, quizá en el seno del Consejo Autonómico que ahora Mariano Rajoy trata, creo que con buen criterio, de revitalizar. Pero de nada servirá que vuelvan las sesiones de este Consejo si, primero, hay presidentes autonómicos que buscan significarse tanto que no asisten a ellas, y estoy pensando, obviamente, en Puigdemont. Pero de igual forma serán inútiles tales sesiones si se convierten en un contencioso pleno de ‘ytumases’, de ‘yo soy más agraviado que tú’ y de ‘yo lo hago mejor que tú’. Esa suma jamás dará un Estado, como ocurría con las cifras que sumaban los presidentes autonómicos a comienzos de los años dos mil: jamás daban cien por ciento. Y, así, hubo que suprimir el debate sobre el Estado de las autonomías que se realizaba en el Senado: mejor suprimir el debate, pensó algún iluminado, que las razones por las que las sumas y las restas de cada virreinato jamás coinciden con la realidad global. Hispano modo de funcionar, a fe mía.
Y con ese ejército de Pancho Villa -bueno, Pancho Villa al menos luchaba contra algo en concreto, y aquí no parece ser el caso: es un todos contra todos- no se puede fabricar un Estado moderno, aunque la señora Oltra insista en que el Estado de las autonomías funciona. No, no funciona porque no salen los números, ni se conciertan las voluntades de ir hacia una misma meta, ni existe una idea común de Estado, ni un orgullo conjunto de pertenecer a un país. Y conste que no hablo solamente de las tendencias descentralizadoras y hasta separatistas; ojalá el problema se limitase a esta enorme anomalía secesionista que padecemos, con mayor o menor intensidad, desde hace más de un siglo.
¿Hablamos, pues, como salida del laberinto, de un estado federal, de un referéndum de autodeterminación, de una reforma de la Constitución considerando que, por ejemplo, Cataluña es una nación dentro de la nación española? Si logramos ordenar adecuadamente todas estas ideas, priorizarlas, enmarcarlas en una voluntad de preservar este país llamado España, ¿por qué no vamos a hablar de todo ello? El miedo, o el exceso de conservadurismo, puede ser ahora el peor consejero.
Pienso, o quiero pensar, que la vicepresidenta Sáenz de Santamaría, que va a ser la encargada, desde el Gobierno central, de barajar todas estas ideas, tan difícilmente asimilables para un abogado del Estado ‘puro’, encontrará la manera de encauzar un diálogo con cada uno de los presidentes autonómicos -que no, no deben ser reyes de taifas- y con todos ellos a la vez. Venciendo recelos conservadores y pretensiones que vayan demasiado allá. Tremenda responsabilidad para una sola persona, máxime cuando no cuenta con el apoyo incondicional de su partido ni de todos los miembros del Ejecutivo de la que ella es el ‘número dos’. Y venciendo, sobre todo, la tendencia a no mover pieza de su jefe, el presidente del Gobierno.
Pero esto es lo que hay; lo tomas o lo dejas. Es la construcción que ha querido el máximo arquitecto, Mariano Rajoy. Y este va a ser el paso más difícil de su mandato hasta ahora y, sin duda, el mayor escollo que va a encontrar en su complicado trayecto hasta el final de la Legislatura, sea cuando sea. A mí lo que me preocupa es que los ‘barones’ territoriales, sean del partido que sean, no se muestren capaces de entender que el reto que tenemos ante nosotros es casi de vida o muerte: o arreglamos este carajal territorial que tenemos, o… ¿O qué?