HABREMOS de añorar un día un mundo que creímos intemporal: el nuestro. Pero nada es perenne: ni el hombre ni su historia. Ni nada que de hombre o historia trate. Habremos de evocar un día el mundo en el que hemos vivido: medio siglo en el cual vivir fue fácil.
Al menos, en Europa. Es lo que ha terminado, porque nada de lo que nos da el tiempo escapa a la erosión del tiempo. La capacidad europea para el autoengaño nos ha llevado a fantasear que una brillante corrupta lograría salvarnos de un populista delirante. Era una fantasía.
Este, que ayer cerraba Trump, es el segundo panel del díptico que abrió la caída del muro de Berlín en 1989. Habla del fin de un ciclo. Y de la apertura a un mundo, sin más, imprevisible.
El Imperio Soviético se derrumbó, a final de los ochenta, como un cascarón huero. Su inmenso coste militar jugó en aquella quiebra súbita un papel decisivo. La ausencia de tejido social, característica de una dictadura hermética de tres cuartos de siglo, precipitó aquella instantánea mutación en polvo y ceniza. El inmenso coste militar, asumido por los Estados Unidos en todo el mundo, juega ahora una función paralela. Sin el componente catastrófico, eso sí, de aquella arbitrariedad despótica que fuera el Este.
La intocable autonomía de su sociedad civil protege a los estadounidenses de un colapso como el ruso del 89. Pero un mundo ha terminado: el de las luminosas mitologías de la democracia. Los populistas están en puertas.
Lo paradójico, en este último medio siglo, es que fue Europa la principal beneficiaria de la pugna militar y económica entre la URSS y los Estados Unidos. Durante cuatro decenios, la Europa occidental fue el opulento escaparate, ante la visión del cual la desdicha de la población del Este se hacía insoportable.
Era un arma de guerra: guerra de imágenes, deseos y convicciones, que es crucial en las guerras modernas. Yo, que asistí en Berlín a la caída del muro, sé lo fuerte que era el anhelo de aquella abundancia en la ciudadanía que salía, por primera vez, de su ciudad emparedada.
Para mejor preservar esa función de escaparate idílico, Europa fue preservada de todo cuanto pudiera empañar su imagen de felicidad impoluta. Fue liberada, ante todo, de aquellos colosales gastos militares que acabarían por precipitar la bancarrota soviética. La Flota patrullaba el Mediterráneo, soldados estadounidenses permanecían acantonados en la frontera crítica del Este. Gratis. Sin eso, Europa hubiera caído.
Ese mundo murió en 1989. La defensa de Europa debía ser asumida por los europeos. No se hizo. Y hoy la UE da el espectáculo sin precedente de una isla de abundancia, rodeada por un océano de miseria y sin medios de defensa militar eficientes.
La campaña de Trump ha vuelto repetidamente sobre eso: la economía americana no puede seguir financiando la incapacidad europea para defenderse. Y el día en el que la Flota sea desplazada al área de reales intereses americanos, Asia, el camino quedará exento para Putin en el Mediterráneo.
Trump va a cercenar los últimos privilegios europeos. Es lo único seguro. Tras años de hacerle ascos al TTIP, la UE asistirá al sarcasmo de que sean los Estados Unidos quienes corten el proyecto de mutuo comercio libre.
Los dioses -decían los griegos- castigan a los hombres dándoles lo que les piden. Si el aislacionismo triunfa en Norteamérica, Europa estará muerta. Económica como militarmente.