Ya que nos pronostican la caída del Imperio Romano habrá que releer a quien la contó primero.
Gibbon pensaba que el declive de las civilizaciones viene anunciado por el de las religiones, que en Roma cumplían papeles distintos según el observador: el pueblo creía que todas eran verdaderas, el filósofo que eran todas falsas y el político que eran todas útiles.
Muerto Dios y amenazado el humanismo, nace la última superstición de Occidente: el culto a la sociedad, que se deifica a sí misma en el altar de la tecnología.
A esta eucaristía cotidiana que convierte el pan duro del precariado en cuerpo revolucionario los nuevos sacerdotes la llaman empoderamiento. Salid a las redes, apóstoles del clic, y difundid por todo el mundo el evangelio populista.
También el cristianismo nació como una religión de pobres contra el politeísmo de los ricos y acabó convenciendo a Constantino.
Desde el pasado martes tenemos un emperador que ya profesa la fe rabiosamente verdadera. ¿Cómo pudo suceder? No hay historia más vieja.
Tampoco ahora los bárbaros provienen del otro lado del muro, sino de las catacumbas del propio imperio. Tenía que ser un rabino, el agudo Jonathan Sacks, quien esclareciera la entraña religiosa del fenómeno populista.
Dice Sacks que el individuo occidental ha externalizado su conciencia. Ha transferido todas sus competencias al Estado y al mercado. Y durante medio siglo el demoliberalismo cumplió el contrato. Pero también generó una expectativa de prosperidad constante que la globalización y la digitalización han quebrado.
Para entonces, el individuo se encuentra tan infantilizado que ya no sabe gobernarse a sí mismo, ni corresponsabilizarse de ningún fracaso. Antes al contrario: se vuelca en la cultura de la queja, cuya última estación es la patada al sistema y el aplauso pavloviano al último oportunista televisivo.
Su reacción no es cerebral sino visceral, abonada por la nostalgia de una triple pérdida: de poder adquisitivo, pero también de poder identitario en una sociedad plural y de poder lingüístico bajo la asfixia de la corrección política.
Nuestro individuo está acostumbrado a esperar de la política lo que sólo la magia puede dar, pero nunca falta en esta vida un homeópata elocuente. Hay magos de extrema derecha, que prometen regresar a una edad dorada que nunca existió. Y hay magos de extrema izquierda, que sacrifican la vida (de los otros) a un futuro utópico que nunca existirá.
Trump no es más que la última ola de una marejada de cambio reaccionario que añora los salarios del pasado, los barrios del pasado y el lenguaje del pasado. Los padres quieren vivir como vivían y los hijos como los padres.
Si Syriza no pudo aplicar su programa a Grecia, dudo que Trump pueda imponer su mesianismo Winchester a Estados Unidos.
Pero de momento su victoria ha corrido la frontera de lo admisible en política: Norman Mailer tuvo que dimitir porque en la fiesta de lanzamiento de su campaña a la alcaldía de Nueva York se emborrachó y acabó pegando a su esposa Adele. Hoy, con menos libros y más televisión, habría llegado a alcalde.
Todorov pronostica que el siglo XXI se parecerá mucho al XIX, con sus naciones soberanas y sus identidades estancas. Y sí, las redes sociales parcelan más de lo que mezclan.
Pero el pasado nunca vuelve impunemente. Entre la retirada de los viejos dioses y el advenimiento de los nuevos ya no figura el hombre solo de Yourcenar, sino un niño grande. Y un panel de control.