Confieso que sigo con satisfacción el llanto y rechinar de dientes de la progresia ante la victoria de Trump.
Cubiertas de ceniza sus cabezas, lacerados por un luto que les aguijonea el alma, desgarradas sus vestiduras ante quien consideran un blasfemo de la democracia, me da vergüenza ajena asistir a sus coros de plañideras, ver sus rostros desencajados por la ignominiosa derrota de su ideología de «progreso». Esperaban vencer, y perdieron como casi siempre.
Pero, eso sí, junto al pasmo avinagrado por el triunfo del «demente» y «facha» Trump, han seguido afilando sus cuchillos, disparando sus desprecios de racimo, sus andanadas nucleares contra los americanos que le votaron, llamándoles «tontos», analfabetos, fachas… Diciendo que sus votos son producto de la ignorancia, que huelen al estiércol de la América profunda, que son unos granjeros paletos…
Lo mismo dijeron los podemitas tras sus repetidos fracasos electorales, que achacaron a la «profunda» Tercera Edad, a la que colmaron de desprecios.
A mí me cuesta entender cómo puede ser tonto alguien que vota bajo el principio del amor a su país, de la necesidad de que haya más ley y más orden, de que es preciso protegerle de las amenazas exteriores controlando una inmigración que puede traerles unabombers yihadistas, de que hay que expulsar a algunas minorías –las «maras» centroamericanas, por ejemplo– que son semilleros de drogas y delincuencia, de que hay que recuperar las industrias en decadencia, de que hay que acabar con el aborto generalizado y el abuso mediático de la ideología de género.
En España tenemos el caso indescifrable del populismo podemita, bastante enigmático y epatante, pues, si suponemos que el populismo consiste en aprovechar mareas de indignación popular, más o menos coyunturales, para intentar conquistar el poder prometiendo quimeras y utopías, nuestro movimiento antisistema se fundamenta en la defensa de unos principios que van claramente en contra de las aspiraciones populares. O sea, que tenemos un populismo antipopular, algo así como un círculo cuadrado, metafísicamente imposible.
Así, tenemos que un pueblo que rechaza el terrorismo, vota a una chusma que se pasea con etarras, que se hace fotos con terroristas, a los que presenta como personas de paz; un pueblo en el que una cuarta parte vota a una banda que propone el derecho de autodeterminación, a pesar de que la inmensa mayoría se confiesa muy patriota; un pueblo católico en el que una parte vota a una patulea de ateos que persiguen claramente las manifestaciones religiosas; un pueblo en el que, a pesar de tener la segunda mayor tasa de paro de Europa, se vota a una jauría que quiere papeles para todos los inmigrantes, abolir las fronteras, mantener a los ilegales con nuestros impuestos porque son «derechos humanos»; un pueblo que vota a unos niñatos malcriados y privilegiados que van al Parlamento a montar escándalos, numeritos circenses para salir en la foto con los que se burlan de todo un país; un pueblo que vota a defraudadores que denuncian los fraudes, a corruptos que claman contra la corrupción; un pueblo que quiere seguir en Europa vota a una mafia que nos quiere sacar del euro…
Extraño populismo, pues, el que tenemos por estos pagos, del que se podría decir que consiste en «todo contra el pueblo, y sin el pueblo».
¿Cómo calificar a estos votantes psicodélicos, que tiran piedras contra su propio tejado, que se orinan en su propia puerta, que se someten entusiasticamente a sus verdugos? Si los votantes de Trump eran tontos, a pesar de que la intención de su voto era volver a hace grande a su país, ¿En qué categoría podemos incluir a estos españolitos que lo que desean, al parecer, es destruir su Patria?
A mi parecer, están infectados por el «síndrome de Sanson», que consiste en algo así como «morir matando»: gente avinagrada, peleada con la vida, que culpa al sistema de sus frustraciones; que quiere echarlo abajo porque ellos, que son los reyes de la casa, no tienen por qué respetar ninguna norma, obedecer ninguna ley, ni esforzarse por conseguir lo que el sistema tiene la obligación de darles.
Así, pretenden remover –como sansones– las columnas donde se asienta, para reducirlo a escombros, aunque saben que también ellos perecerán en el intento. Y luego dirán aquello de «yo moriré, pero me llevaré a muchos fachas por delante».
¿Se les puede llamar tontos? ¿Son tonto los suicidas? La democracia no tiene Jaujas ni Arcadias, pero si tiene Gehennas, barranqueras de estiércol y podredumbre que suelen ser los camposantos donde van a parar los tontos, los sansones, pues esa e su auténtica Patria.