Javier De Lucas

Del amor Fati y el Estado Valetudinario

Del amor Fati y el Estado Valetudinario
Javier de Lucas. PD

La sociedad que hemos creado no soporta el fracaso ni la frustración. Y no es que se trate de deleitarse con ellos; pero sí de asumir el efecto revulsivo y revitalizante que, en un estado de fortaleza de ánimo, debe producirse para la reconducción de ideas y la reflexión sobre el desengaño.

En síntesis: hemos organizado una sociedad que es justamente la antítesis de lo que en realidad debe ser una sociedad sana.

Esta incapacidad para asumir y rentabilizar el fracaso, es la que nos hace vivir en una especie de alerta permanente ante la decepción, ante la contingencia que, contra todo pronóstico, frustre de forma accidental el divertimiento como sistema.

Por ello, nos autosugestionamos idealizando cada amanecer en días repletos de jovialidad y carentes de todo desencanto; porque creemos que la felicidad consiste en hechos simples, (proposiciones falaces a priori) dentro de un estado de cosas, los cuales podemos pensarlos y manejarlos a conveniencia independientemente de la realidad, eludiendo siempre los hechos que nos resulten incómodos.

Es muy difícil sustraerse al conjunto de la realidad; y mucho más, por no decir imposible, descomponerla en partes a conveniencia. Cuando sólo concebimos la vida agradable y bella, llena de éxitos y bienestar, en la que nos mantengamos a distancia de toda adversidad y desengaño, de lo feo y deformado, de lo mórbido, de todo lo que significan los avatares que le son propios…; entonces, estamos negándonos toda posibilidad de refuerzo y de superación, y negando la propia condición de posibilidad para ser en el mundo.

Pero lo más curioso es que todo esto no nos resulta ajeno: lo sabemos. Sin embargo, lo negamos. Decía Avicena que «el ser es lo primero que cae bajo el alcance del entendimiento». Por eso es una falacia preterir o pretender huir de lo que conocemos y entendemos por ser inherente al ser y al devenir.

El ser en el mundo tiene una finalidad, y ésta no es otra que la adaptación al medio y el progreso evolutivo controlado; imponiéndose, por supuesto, una escala axiológica que marque las prioridades individuales y comunitarias. Realmente, la felicidad consiste más en amar lo que se tiene, que alienarse por lo que se ambiciona.

No amamos, sin embargo, lo que nos damos con nuestro esfuerzo ordenado: queremos siempre más, aunque sea mediante recursos dudosos. Tampoco amamos lo que el transcurrir del tiempo nos depara; que, por cierto, no tiene nada que ver con el destino como predestinación, sino con el amor fati.

Entendemos el amor fati como sentimiento de aceptación y de amor hacia todo cuanto nos acontezca como parte del proceso para cuya finalidad estamos capacitados. Sea positivo o negativo todo cuanto nos suceda, ha de entenderse y amarse como consecuencia de lo que las circunstancias sociales, políticas, económicas, familiares, culturales y un largo etc., nos hayan concedido… Por lo que ganar o perder siempre ha de ser un triunfo frente a la adversidad, en aras de la conquista eudemónica. Con lo primero progresamos, con lo segundo aprendemos.

Toda satisfacción insatisfecha, permítaseme la expresión, nos desalienta de alguna forma, y nos predispone al desprecio del que triunfa, sea por esfuerzo propio o por azar. Vivimos más pendientes de la que creemos felicidad ajena que de la consecución volitiva de la felicidad propia.

El concepto de felicidad no es válido si éste se entiende tan solo creando a conveniencia situaciones conducentes a una falsa sensación de placer, porque no todo es placer y belleza en la vida; y es de esa creencia, y de la frustración consiguiente ante la realidad, hacia donde deriva una sociedad insana, un Estado valetudinario. La felicidad pertenece al ámbito categorial, ontológico; y se va satisfaciendo en el mundo, es decir, ónticamente; mas no de forma espontánea, casual y gratuita, sino mediante la voluntad activa.

Todo lo que nos coloque al margen del éxito social nos angustia. El egoísmo y la insolidaridad nos hacen hostiles ante los más débiles y necesitados. El respeto y la disciplina la consideramos como debilidad ante una sociedad que nos parece exigente sólo por demandar el mínimo respeto al orden instituido. El hierro (la dureza) en la palabra y en los actos se ha instalado en todos los ámbitos de la vida social reivindicando «su» derecho a «su» libertad de expresión; como si los derechos y libertades de los demás no existieran…; libertad aquélla, dicho sea de paso, que los convierte en más gregarios y dependientes de sus miserias.

Hemos convertido el estado de bienestar en un Estado valetudinario, en una sociedad enferma que supura disconformidad, odio y resentimiento por los cuatro costados. Y esto se origina en el ámbito de lo que debería ser ejemplo de virtud: la Política. En ella habría de ver el ciudadano de bien, el ejemplo a seguir que empapara la sociedad de bonhomía.

Pero, más bien al contrario, la nueva política ha contaminado todas las Instituciones que representan la democracia y el orden en un Estado de Derecho. De tal manera contemplamos estupefactos el espectáculo vergonzante de los sabios perdonavidas que ocupan los escaños cuyo valor para ellos, por lo que se ve, no pasa de ser el de un perchero para sus abrigos o para sus mochilas…

Cada palabra de los políticos que se envuelven en la bandera de la progresía y la libertad de expresión mal entendida, es un disparo en el techo del hemiciclo, una zancadilla a la mayoría ciudadana que dialoga por el progreso, la concordia y el consenso. Hasta ahí ha llegado el deterioro de la Sociedad y del Estado; ¿o quizá haya sido ahí, en el parlamento, donde ha comenzado?

Nos recuerda Aristóteles en su Política que gobernar en una casa o un pueblo es lo mismo, porque sólo es cuestión de tamaño. Está muy clara la idea de Aristóteles. Y es de respetar lo que cada uno quiera para «su» casa, allá cada cual; pero intentar imponer y estatuir el desorden, la zafiedad y la sordidez en lo que nos representa a todos, y trasladarlo a la sociedad es una aberración. Y un desastre, ¡claro!

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