Muy pocos españoles no han simpatizado en algún momento de su vida con el castrismo o con Guevara. En mi generación hasta los de derechas y la izquierda con devoción y cánticos. Se admiraba a Fidel y se veneraba al Che que además fue a caer combatiendo, ejecutado por sus captores en Bolivia, con lo cual fue elevado a la categoría de mártir. A Fidel, aquello incluso, le hizo perder simpatías pues se le acuso de haberlo mandado al matadero.
Sea por las más diversas y hasta contradictorias razones fuere los barbudos revolucionarios caían bien, excepción hecha de unos cuantos que siempre los vieron como a satanases, pero incluso en el propio régimen franquista no faltaban quienes les sonreían por el rescoldo antinorteamericano que era, y sigue siendo, otra de las señas características de identidad impresas en nuestro subconsciente colectivo. Vamos que el que Fraga se echara unas lágrimas morriñosas y una queimada con Fidel se vio de lo más normal y simpático. No a todos, pero si a muchos.
Los jóvenes antifranquistas de la época que les voy a decir. Eran el símbolo esencial que unir al de los heroicos Vietcong y los palestinos que completaban el triangulo mitológico del momento.
O sea que cantamos lo de “tu querida presencia, comandante Che Guevara” y “llegó Fidel y mando a parar” unas pocas veces. Luego pasó, fue mi caso, que fuimos a Cuba. Y aquello se nos empezó a caer. Al principio no queríamos verlo pero a la tercera era tan evidente que solo si se estaba ciego o, aún peor, no se quería ver no se le caían a uno los palos del sombrajo. Porque si aquí habíamos estado en pelea contra la dictadura por la libertad y la democracia desde luego allí no había ninguna de las dos cosas y si a los resultados económicos se iba tampoco era como para tirar cohetes y ya no digo cuando cayó la URSS que aquello se desplomó a la pobreza y la escasez más ruinosas. Y claro, lo de siempre, que al “paraíso” no había precisamente avalanchas para entrar sino para salir huyendo. O sea que como en el Muro de Berlín pero con mar de por medio. Que no se había puesto precisamente para que no entraran. Algo que viene a ser como la prueba empírica más definitiva de un fracaso y de una tragedia. Porque las gentes por lo que murieron fue por escaparse.
A Fidel lo ascenderán ahora definitivamente a un santoral, y sus exequias fúnebres van a recordar, ya lo verán, a cuando lo del Caudillo Franco, que en los dictadores y a la hora también de enterrarlos hay cosas que tienen siempre un aire de familia. Otros brindarán por su bajada al averno, claro.
Particularmente me deja más bien frío. Mi conclusión sobre el régimen cubano tiene ya décadas. El ensueño se convirtió en opresión, carencia de libertad y pobreza. En ello siguen, ahora con el hermano “pequeño” a la cabeza. Solo deseo que algún día, más pronto que tarde, ese pueblo y esas gentes, los cubanos, a los que quiero y aprecio y que se que quieren como pocos pueblos hispanoamericanos a España recuperen libertad, voz y voto. Lo demás se lo dejo a quienes más saben y conocen. Yo únicamente de lo que vi, hablo. Y a Fidel por cierto lo llegué a ver tres veces. La última en 1994 en Varadero en la inauguración del Melía, donde nos soltó un discurso de varias horas, breve para lo que acostumbraba y a Jesús Cacho se le ocurrió preguntar por aquello de la libertad y la democracia y casi se carga las relaciones hispano-cubanas.