Lo peor del culto a la personalidad es que no sólo lo rinden los partidarios del caudillo o del sátrapa, sino también sus enemigos y detractores. Castristas y anticastristas han rivalizado durante los últimos días en pintar, mediante la desmesura de sus glosas, al hijo del emigrante de Láncara como un semi-dios o como un semi-diablo. En todo caso, demasiado Fidel Castro para quienes, más amantes de la intrahistoria de los pueblos que del relumbrón de sus mandatarios, saben que el fallecido dictador cubano no fue sino un producto de su tiempo, del azar, de sus contradicciones, de la herencia genética, de sus fortalezas y de sus debilidades, como todos los seres humanos.
Fidel Castro, del que, por el inmisericorde bombardeo informativo de los últimos días, sabemos todo, salvo quién realmente era, tuvo a su favor para perpetuarse en el poder lo que el pueblo cubano tuvo en contra: el asedio (embargo, boicot, intimidación, amenaza, bloqueo) de los Estados Unidos, el imperio que en América, su patio de atrás, tumbaba y ponía gobiernos mientras Cuba resistía. Fidel encarnó, patrimonializó más bien, esa resistencia gallarda, numantina, pero fuera de eso, que quedará inscrito en la Historia en los términos de dignidad que merece, no hizo más que tirar de dogma, de propaganda, de endiosamiento y de policía política para mantenerse en el poder durante más de medio siglo a lomos de un régimen construido a su medida.
Demasiado Fidel en los noticiarios y en los papeles éstos días, y demasiado poco pueblo de Cuba, enfrascado, se le supone, en los difíciles arcanos de la supervivencia en el día a día. Demasiados castristas y demasiados anticastristas rindiendo unos y otros, a sus marcianas maneras, un culto a la personalidad, a la máscara, que roza, si no lo obsceno, sí lo delirante. Lo que murió el otro día fue un anciano, en tanto que la máscara y su régimen, y la contramáscara del exilio de Miami, parece que seguirán en el juego de escamotear la libertad y el progreso a los cubanos.