Nada nos gusta más en el secarral político llamado España que lo accesorio. Lo sustancial no es, en el debate de cenáculos y mentideros mediáticos, si podemos recuperar el liderazgo de las relaciones económicas y morales con uno de los países más prometedores de lo que genéricamente se llama América Latina, es decir, Cuba; ni tampoco si debemos hacer un esfuerzo por fortalecer los lazos de fraternidad con una nación que, como Cuba, fue regada con tanta sangre española (y cubana) y en la que los españoles somos abrazados, con sinceridad, como hermanos. Nada de eso parece lo importante: lo importante es si debe el Gobierno de Mariano Rajoy -que en cuanto a reacciones sobre el tema está teniendo un impecable comportamiento, a mi juicio- enviar al Rey emérito, Juan Carlos I, a presidir la delegación de nuestro país en las exequias. O si, en lugar de un secretario de Estado acompañando al Rey, debería, como quieren algunos, ir un ministro. O, en el otro extremo, que no vaya nadie y que se fastidien los cubanos, hala, por hacer colas para despedir a quien tanto mandó en la isla durante más de medio siglo. Y en estas fruslerías, así como en el debate acalorado sobre si a Fidel hay que llamarle o no ‘dictador’ y ‘tirano’, se consumen nuestros afanes.
A primera vista, un marciano que aterrizase en nuestra tierra -me refiero a nuestra tierra patria, la España de las autonomías incomprendidas y a veces incomprensibles, la del paro excesivo, la que tiene cuentas pendientes con una Europa exigente, la… -me parece que no entendería nada: medio país peleando con vehemencia con otro medio acerca de si a un señor que ha fallecido, tras mantener cincuenta y tantos años de buenas relaciones con España y también, cómo no, tras sustentar un régimen totalitario insoportable, debe ser despedido con respeto o con vituperios; nada de medias tintas ni reacciones moderadas. Como si ya no fuese otra cosa que Historia, y como si la Historia no fuese un plato que, como la venganza, debe tomarse frío, sin exaltarse cual un tuitero de esos que nunca faltan a la hora del improperio y la vileza. Como si lo de verdad importante no fuese el porvenir, un porvenir que sin duda estará marcado por otra clase de régimen en nuestra muy querida Cuba, porque el castrismo, sin Castro, es tan imposible como el franquismo sin Franco. Y eso que nuestro dictador doméstico no colocó a su hermano, ni siquiera a su yerno, para sucederle: seguramente lo intentó, pero no pudo.
Así que están locos estos terrícolas, se dirán los marcianos, tocándose con sus dedos nudosos la frente verde. Tal parece que de lo que se está hablando es de que Juan Carlos I emprenda uno de esos viajes a Marte, quizá sin retorno, de los que Obama llegó a hablar como inminentes, y no a una Cuba que ya visitó cuando Castro (Fidel) estaba vivo y muy vivo, porque hay que ver cómo gobernaba de vivamente. Sí, ya viajó a una Cuba comunista a la que el mismísimo Franco, si hubiese estado vivo, no hubiese tratado, en el momento del fallecimiento de su jefe del Estado, con la misma falta de respeto y de delicadeza con la que lo ha hecho el próximo, glub, presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, y repito el glub, por si alguien no me ha entendido.
Creo, y bien que lo lamento, porque me parece que Ciudadanos es un partido muy respetable que tiene un gran papel que jugar en ese porvenir que, al menos a mí, ya digo, es lo que me ocupa y preocupa, que Albert Rivera ha cometido ya dos errores en su enunciado de lo que debe ser la política exterior: el primero, criticar el viaje de Felipe VI a Arabia Saudita, sin duda país autócrata donde los haya y donde a los adúlteros se les corta la cabeza en la plaza pública… pero también importante cliente de España y suministrador de eso que nos hace movernos y que se llama petróleo. ¿Que, hasta cierto punto razonable, hay que acomodar la diplomacia de un país a las conveniencias de ese mismo país, dejando para foros distintos las consideraciones de otro tipo? Me parece incuestionable, y sé que a algunos no les va a gustar esta afirmación. El segundo error del partido naranja ha sido, según mi criterio, el mismo, con signo diferente: esta condena del viaje de Juan Carlos I.
Minimizar, antes de que haya empezado a viajar, el peso de la delegación española ante nación que nos es tan cara e importante como Cuba, resaltando únicamente que el Rey emérito estará sentado en las exequias de Fidel junto a personajes tan ‘incómodos’ como Maduro, Morales o el nicaragüense Ortega, me parece un error de primera magnitud. Entre otras cosas porque los tres citados, sin duda merecedores de crítica sin freno, gobiernan en países con los que España mantiene normales y casi siempre -casi siempre- cordiales relaciones. Y porque más vale que arreglemos las cosas en casa antes de ir dando lecciones de democracia a los demás. ¿Usted cree que eso lo entendería nuestro marciano antes de, despavorido, emprender el regreso en su nave rumbo al planeta rojo, con perdón?.
Y lo peor es que algunos de nuestros savonarolas afirmarán, ante este comentario, que es el propio de un ‘tonto útil’, quién sabe si al servicio del castrismo más irredento, que se niega a condenar las dictaduras ‘de izquierda’. Ya digo: país de locos, que clamaría el marciano. O países de locos, que las dos Españas son así de cainitas.