Javier De Lucas

Sobre la prescindencia de lo imprescindible

Sobre la prescindencia de lo imprescindible
Javier de Lucas. PD

Cuando Clístenes desarrolló un sistema de gobierno, con participación del pueblo, para hacer frente a las oligarquías e incluso a la aristocracia, dio como solución con un mal menor al establecer un sistema en el que la autoridad del gobierno deba ser siempre dependiente y subordinada al derecho inalienable del pueblo para, mediante el cual, únicamente en el pueblo esté incardinada la potestad de conferir la autoridad representativa a sus gobernantes.

A pesar de todo, como siempre ha pasado en política, no resultó ser la solución deseada; no porque no resolviera el grueso del problema, que lo resolvió, al impedir que las oligarquías, las tiranías y la aristocracia detentaran su autoridad, su Poder, al margen de la opinión y sin consideración alguna hacia el que soporta el peso del Poder detentado; es decir, del Poder contra o sin la voluntad del pueblo. Y es que tan recalcitrante es el gusto por el Poder, que nunca se ha resignado a perderlo el que lo ha conseguido por la fuerza.

Por ello fue necesaria la creación casi simultánea del ostracismo, aunque tardara algo más en ponerse en práctica, para hacer frente a la posibilidad de continuación de los que perdieron su fuerza política; bien porque los que perdieron su prepotencia frente a la democracia tuvieran la tentación de recuperarla, o porque perdieran en el seno ya de la democracia su posibilidad de seguir gobernando. Estos últimos podrían ser sometidos al ostracismo, por haber sido malos gobernantes; pero también si, habiendo sido buenos gobernantes, se sospechaba o percibía tendencia alguna a la permanencia en el Poder, en cuyo caso los del propio partido podrían «beneficiarse» votando en su óstrakon al que les hiciera sombra.

Quién iba a decir a Clístenes y a sus seguidores; más aún, quién hubiera podido pensar que la tan bienvenida democracia, después de casi dos mil quinientos años iba a seguir siendo un sistema de gobierno incapaz de dar solución a los graves problemas que sufre la política, frente a la política misma. Lejos de estar blindada contra la corrupción y el acoso de tiranos y demagogos, sigue estando en peligro de desintegración precisamente por ser el sistema, al menos en teoría, más equitativo, más libre y más solidario hasta ahora conocido.

El alma mater de la democracia, de lo que se nutre ésta, es sin lugar a dudas el diálogo y la discusión, y por ende los acuerdos. Discusión heurística, de intercambio de consideraciones en la búsqueda de soluciones conjuntas, y no discusión erística, de vana disputa con la oposición por sistema; todo ello obviamente en el seno del Parlamento, y con luz y taquígrafos. El parecido de nuestra Cámara de Diputados con esta descripción, no deja de ser una ilusión imposible. Porque, claro, ellos mismos lo han dicho: «lo que no conseguimos en las urnas lo conseguimos en los despachos». Que es tanto como decir, que los votos de los ciudadanos expresando su sagrada voluntad los quemamos y hacemos en privado lo que nos dé la gana…

No se sabe por qué extraña razón el ser humano tiende cierta tendencia a complicar las cosas y a empeorarlas. Se dice que todo es mejorable siempre, sí; pero por el mismo razonamiento también todo es empeorable. La historia de la humanidad está llena de datos que confirman esta tesis. Y hacia eso vamos siempre; prueba de ello son los más de veinticinco siglos de historia de la democracia y seguimos mirándonos el ombligo, dicho de forma eufemística; porque uno no quiere ni pensar que durante este tiempo toda actividad política haya sido a propósito para arruinar el mundo y seguir oprimiendo a los más desfavorecidos.

Sin embargo, así es. Y si en un momento ha mejorado, el siguiente momento es para no solo no mejorar lo hecho, sino destruirlo y rehacerlo sobre las ruinas de un cementerio, imponiendo el otro su criterio, aunque éste carezca en absoluto de fundamento y racionalidad. Con ello el derrumbe inmediato y reiterativo es inevitable. Y así una y otra y otra vez, como en el mito de Sísifo, pero con los ciudadanos como injustos condenados heroicos… Ese es su negocio.

Superar regímenes dictatoriales terribles, como de hecho se han superado en el mundo, aunque lo que los sustituyeran fueran sucedáneos de democracias, siempre es de valorar y motivo de orgullo; pero no es suficiente. Salir de una dictadura oligárquica, como en realidad fue el franquismo, no deja de ser una ironía para estar aún donde estamos tras más de cuarenta años que decimos de libertades, democracia y Estado de derecho.

No es discutible que la transición del régimen franquista al sistema democrático se hizo de la forma más civilizada posible. Todo el mundo dudaba de que, desaparecido el artífice de la represión, los demás, sus adláteres, cedieran ante el sentido común que se imponía en España, en relación con el resto de Europa y del resto del mundo. Sin embargo, aun con las tensiones que subyacían en el nuevo panorama político, se logró.
Nacieron dos bloques de partidos, que de una forma u otra no dejó de ser un bipartidismo desde sus orígenes, lo veamos como lo veamos.

Este tipo de bipartidismo, con las lindes bien definidas, es muy difícil de sustituir por una democracia en la que quepan diversos partidos políticos con clara diferencia de tendencias y ámbitos de actuación social; incluso debería diferenciarse nítidamente el centro político de las demás tendencias, sobre todo de las más radicales. Porque, aunque en realidad el centro no exista ni física ni metafísicamente hablando, se confirma que es en la política donde se pone de manifiesto tal aporía.

Y nos encontramos de nuevo al comienzo de esta columna: estamos peor que al principio de la democracia. Y no hace falta enumerar las razones. De todos es bien sabido el estado decadente del Parlamento y las insidias internas deplorables de nuestros partidos.

Y lo peor de todo, es que nuestros políticos saben que lo sabemos todos los ciudadanos, lo mismo que saben que también somos los más perjudicados. Estamos cayendo en la trampa de la moderna oligarquía: es un abismo…

Esperemos que todos los políticos recuperen imprescindiblemente en sentido de Estado, de modo que cuando en el futuro pregunten a las nuevas generaciones: ¿qué es democracia? No tengan que contestar cabizbajos: ¿Democracia…?
¡La más perfecta de las dictaduras!

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