Laureano Benítez Grande-Caballero

La Sinespaña de la Antispaña

La Sinespaña de la Antispaña
Laureano Benítez Grande-Caballero. PD

Hace muchos años, mis hermanos y yo asistimos a una antológica conversación entre mi padre y el responsable de la residencia de un Banco en el puerto de Navacerrada, diálogo que pasó a los anales familiares envuelto en una aureola legendaria.

El tema de aquella charla era la comparación que hacía mi padre entre la Sierra de Guadarrama -en la que nos encontrábamos-, y la Sierra de Aracena, al norte de Huelva, enclavada en las últimas estribaciones de Sierra Morena, de donde mi madre era originaria.

-Pues sí -comentaba mi padre-, aquella Sierra -refiriéndose a la de Aracena- es como ésta, pero no tiene este aire fresco, estos bosques tan espesos, estos árboles tan altos, estas montañas tan elevadas…

-O sea, vamos, que es como la Sierra, pero sin Sierra -respondió Santiago, que tal era el nombre del guardián de la residencia.

Absolutamente genial aquella frase, aparentemente inocua e intrascendente, pero que poseía la aureola filosófica de un refrán de nuevo cuño, de una deslumbrante greguería, pues encerraba en su aparente contradicción una sabiduría destilada cachazudamente en el crisol de la sencillez pueblerina: «Es como la Sierra, pero sin Sierra».

El caso es que esta frase pasó al acervo costumbrista de mi familia, hasta el punto de que aparecía continuamente en nuestras conversaciones, especialmente para subrayar de manera jocosa algún comentario, para elaborar algún chiste, para ilustrar un chascarrillo. Hoy, muchísimos años después del histórico momento, prácticamente no existe ningún día en el que quien esto escribe no use esa frase en su vida diaria, pues siempre hay alguna circunstancia que se puede explicar echando mano de ella.

Ha tardado en salir en mis artículos, pero ya la marea es irresistible, así que vamos con ella. Y es tal su profundidad cósmica, que el genial esquema que consiste en decir de algo que «es como esto, pero sin esto» puede utilizarse como la piedra filosofal que explique los misterios de nuestra atribulada Patria, como metáfora que ilustre los recónditos arcanos del momento sombrío que atraviesa España, como la llave que nos abra a la comprensión de por qué a nosotros nos ha tocado ser nosotros.

La clave iniciática de la frase reside en la palabra «sin», el vocablo sagrado para el giliprogrerío radikal que quiere cambiar España, término que ha creado una pavorosa lista negra donde esta chusma hace muescas en todas aquellas cosas que hay que eliminar de nuestra Patria para alcanzar la tierra de Jauja, el paraíso de las cornucopias, de las libertades, de los falansterios libertarios.

O sea, que cambiar es quitar a golpe de «sin» todas aquellas cosas que a esta gentuza les caen mal. Los «sin» vienen a ser un travestismo de prefijos que también indican negación, como «anti», «des», «ex», «in», etc. Desde este punto de vista, se puede decir que su ser «antisistema» consiste en ser «sinsistema». Realmente, no tienen ningún sistema, pues carecen de cualquier programa o estructura organizada, ya que toda su actividad e ideología van encaminadas a un pensamiento obsesivamente unidireccional: salir en la tele como sea.

El «sin» no lo inventaron ellos, por supuesto, ya que, puestos a ser rigurosos, lo han robado a una de las grandes revoluciones del siglo pasado: la revolución dietética. No se le ha prestado la debida atención, pero este movimiento subversivo inventó aquello de que «es como comida, pero sin comida», machacándonos con los saludables principios del paranoico «sin»: sin colesterol, sin cafeína, sin colorantes ni aditivos, sin alcohol, sin lactosa ni gluten… Este enorme y cansino chapopote ecologista «sano y equilibrado» ha llegado hasta el punto de que nos quiere meter ahora en el «sincoche». Esta manía compulsiva por quitar cosas a la ciudadanía para «cambiar a la gente» también ha afectado -como no podía ser de otra manera-, a la moda, cuya su máxima expresión es el «sincorbata», y ya estamos entrando arrolladoramente en el mundo de la «sincamisa».

Pero ojo al dato, porque, de seguir esta chusma con sus obsesiones sexuales de coños insumisos, «mingas domingas», azote sanguinolentos, genitartes, y piscinas sin bañador, llegaremos al paroxismo orgiástico final: sin-calzoncillos.

Y en esas estamos, con una horda impresentable que antepone justamente el «sin» a todo lo que ellos consideran como perteneciente al sistema: sin-taurinos, sin-monarquía, sin-pijos, sin-ricos, sin-banqueros, sin-católicos, sin-corbata, sin-fiestas-de -la-hispanidad, sin-derechones, sin-Rajoy, sin-Constitución… sin-España, en suma.

Otro ámbito donde se refleja el aterrador poderío del «sin» es, como no podía ser menos en estos tiempos luciferinos que vivimos, en lo religioso, donde celebramos desde hace tiempo el diabólico «jalouin», que es «como el día de todos los santos, pero sin santos». Y, ahora que estamos en Navidad, resulta patético y sumamente sospechoso comprobar cómo el virus del «sin» la ha adulterado hasta lo indecible. Trasladando en el tiempo el diálogo de mi padre con Santiago, la cosa podría resultar más o menos así:

-Pues sí, esta Navidad es como la de mis tiempos, pero no tiene aquellos villancicos, aquellos belenes tan pintorescos, ni la música de las zambombas y panderetas, ni los niños pidiendo el aguinaldo, y un sentido tan religioso…

-Sí, vamos, o sea, que es como la Navidad, pero sin la Navidad.

Ni rastro de Jesús, María y José. Estupefacto, paseo entre osos polares, renos, pingüinos y muñecos de nieve, que han venido a felicitarme «las fiestas» en sorprendentes trineos, manejados por un señor gordo vestido de rojo de ridícula risa, que viene desde la lejana Laponia con la intención de arrasar con lo que en principio debería ser una festividad religiosa, confinando a la Sagrada Familia a zulos y sótanos, a catacumbas donde la telarañas y el polvo ejercen su sombrío imperio. ¿Qué diantres tiene que ver esta gélida escenografía ártica con mi España semitropical, pregunto yo? Y además, con una suave y blanquísima nieve cayendo como confeti, con enormes copos haciendo de farolillos de la gran verbena del Papá Noel. Ante este lamentable espectáculo, el Señor de las Moscas debe reírse mucho, y hasta es posible que sus risotadas sardónicas se parezcan mucho a las del gordo señor de rojo.

Y, si ascendemos más en escala cósmica de los revolucionarios «sin», creando más frases del tipo «es como esto, pero sin esto», podemos llegar incluso a las más altas esferas de la política, diciendo que el Sr. Turrión es «como el Ché, pero sin el Ché», que «Unidos Podemos» es «como lo del 36, pero sin el 36», que esta tribu bolivariana es «como la gente, pero sin gente», o «como demócratas, pero sin demócratas».

Subiendo un peldaño más, llegamos a la cúspide, al clímax final. El diálogo de mi progenitor con el tal Santiago se revestiría entonces de una enjundia epatante:
-Pues sí -diría mi padre-, esta España de ahora es como la de antes, pero no tiene aquel respeto, aquella educación, aquella ley y aquel orden, aquel espíritu familiar, aquel patriotismo, aquel fervor religioso, aquella unidad sólida entre todos sus territorios, aquellos valores ciudadanos…
-Sí, vamos, o sea -respondería Santiago-: que es como España, pero sin España.

Y esto es lo que hay: la sinespaña de la antispaña.

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