Josep Carles Laínez

La pasión y la Falange

La pasión y la Falange
Josep Carles Laínez. PD

Esta semana se emitió el último capítulo de la miniserie Lo que escondían sus ojos -adaptación de la novela homónima de Nieves Herrero– en torno a la pasión amorosa que incendió durante décadas a Ramón Serrano Súñer y a Sonsoles de Icaza, marquesa de Llanzol. Ministro desde el primer Gobierno de Franco, y con encomiendas de groso calado, como la cartera de Exteriores durante los años más calientes de la II Guerra Mundial, Serrano Súñer conoció la defenestración política acabada esta contienda, y nunca más volvió a puesto de responsabilidad alguno a pesar de su cercanía familiar al dictador (o quizá por esto mismo); resulta literario imaginar que en su distanciamiento también pesaron las antiguas fidelidades ideológicas ante la putrefacción tecnócrata y rancia del régimen, tan opuesto a los ideales falangistas (y también fascistas). Sin embargo, Súñer no era un «camisa vieja», a diferencia de quienes irían ocupando puestos de más o menos relevancia en los ejecutivos de Franco, como Raimundo Fernández Cuesta o José Luis Arrese, que, ya en la democracia, harían valer tal particularidad como impronta de carácter a toro muy pasado. Ello no significa, claro está, que Súñer no sintiera cierta simpatía por Falange Española y de las JONS antes del conflicto bélico, o que tal vez se acercara a la pureza doctrinal gracias a dos brillantes colaboradores suyos (Dionisio Ridruejo y Antonio Tovar), ni que estuviera claramente posicionado a favor del Eje y de la entrada de España en la II Guerra Mundial. ¿Llegó a sentir la primera Falange? Tal vez buscar purezas en medio de su debacle personal y política, es inútil, pero, sea como fuere, el Decreto de Unificación de 19 de abril de 1937, que lo tuvo a él como gran factotum, fue del todo determinante para la extinción de las ideas de José Antonio en plena Guerra Civil.

El franquismo, por desgracia, unificó bajo la pátina gris de lo intrascendente cualquier movimiento, inquietud o disconformidad que surgió a su sombra: sotanas, medallas, boinas rojas, faldas blancas, puritanismo (por no decir carcundia), eran la pasamanería y el atrezzo de una dictadura militar des/almada y vacía. Lejos quedaban en los años 50 el arrebato lírico de José Antonio y su «corte literaria» -en feliz expresión de los hermanos Mónica y Pablo Carbajosa-, o los enardecidos mesteres de amor del mismo fundador de la Falange, Ridruejo, Marichu de la Mora, Ximénez de Sandoval, Samuel Ros, José Manuel Aizpurúa…, donde la pasión, la furia y el deseo llenaban de primavera los meses que en su intensidad se vivían como días.

Poco, o menos que poco, se ha llevado a la pantalla sobre aquella generación, a pesar de las obsesiones de los realizadores españoles por la Guerra Civil. Ni en la democracia, porque sonaba a franquista o casposo, ni en las gallardas producciones de la primera dictadura, hubo una visión sobre el papel de FE-JONS. Queda aquel soberbio film de Carlos Arévalo, Rojo y negro (1942), que fue arramblado por el tiempo y se creyó perdido durante medio siglo. Ya por estas simples razones, la puesta en escena de personajes que fueron de FE-JONS o cercanos, aunque se encuentren en los momentos previos a su crepúsculo y cuando la ideología por la que dieron la cara ya casi era inexistente en la «nueva» España, es una noticia que se ha de agradecer. Y más aún si desprende el glamur de la marquesa de Llanzol, su amistad con el diseñador vasco Cristóbal Balenciaga, la resistencia falangista al franquismo, la persecución de intelectuales falangistas que llegarían a ser nombres básicos de la literatura y la cultura española del siglo XX (los citados Tovar y Ridruejo), y el delirio apasionado entre el filonazi Serrano Súñer y la marquesa exquisita.

Que quien ha renegado por la emisión de Lo que escondían sus ojos y ha pedido su retirada por exaltar el franquismo, o incumplir la Ley de Memoria Histórica (!), calle la boca y vea no una obra maestra, ni siquiera una buena serie, pero sí otra forma de contemplar, a través de la ficción y las licencias, lo que ya es historia. Las quejas y reniegos que desean el advenimiento de una nueva censura hacen recordar que siguen vivas las palabras de José Antonio en su testamento, doliéndose por el hecho de que «la inmensa mayoría de nuestros compatriotas persista en juzgarnos sin haber empezado ni por asomo a entendernos».

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