Un gran almacén es lo menos parecido a un humilde portal, así que «no busquéis allí la Navidad», nos dijo una noche desde su muy honorable mecedora D. Jacinto Cifuentes, nuestro viejo maestro, cuando le llevamos un año por estas fechas a casa después de la cena de antiguos alumnos del Instituto.
«Mirad, decía, yo busco la Navidad todos los años aquí», e incorporándose, se acercó ritualmente a un pequeño aparador de tres cajones que había en el salón de su casa, donde don Jacinto tenía guardada, según él, la Navidad: «En el de arriba está guardada con llave la tradición», aseguró, con los restos esparcidos de una religión más bien en desuso; en el cajón del medio voy archivando los recuerdos personales y el de más abajo, sonrió maliciosamente, «lo tengo reservado a las ilusiones».
«En el primer cajón tengo la tradición envuelta en periódicos viejos y quizá por eso», decía él, «se conserva siempre mejor que la religión, de la que sólo encuentro trozos sueltos. Pero cuando llegan estas fechas, créanme, se me pone un nudo no sé muy bien si en las entrañas o en las creencias, porque lo que de ninguna manera puede ser la Navidad es un cuento.»
«En mi opinión, señores, -D. Jacinto cogió aquella noche carrerilla ayudado por los efluvios del champán y con aquellos ojos siempre abiertos y dispuestos a aprender más que a enseñar, sentenció: o le encontramos un sentido a la Navidad, y si lo tiene sólo puede ser religioso, -añadámosle por supuesto lo que queramos,- o consideremos este desasosiego incontrolado como otra fiesta pagana, precisamente la más pagana de todas y de paso, eso si, el último reducto que nos permite charlar, callar o discutir amigablemente en familia, que ya es pena, aunque es más pena se lo aseguro, no tenerla. No estaba bebido, pero estaba suelto.
En cualquier caso es urgente, ¿no creen ustedes?, aclararnos en esto o acabaremos por no distinguir una boda de un bautizo. ¡Muchachos! levantó entonces la voz, para vivir la navidad es preciso escaparse de la sociedad! gritó revolucionario nuestro maestro venerable «porque ésta no resiste un asalto frente a la propaganda y nos guia sin respiro hacia los grandes almacenes para que llenemos los armarios de insatisfacciones materiales.
El segundo cajón nos enseñó D. Jacinto, más calmado y muy orgulloso, «está lleno de fotos antiguas en las que casi no me reconozco y de nostalgias que son los negativos de unas fotos esparcidas dentro de la misma vieja caja de hojalata. «Como el tiempo pasado sólo fue mejor porque entonces estaban los que hoy nos faltan», dijo mirando a su querida Julia presidiendo dentro de un cuadro el salón, «yo rodeo mis cuadros y mis fotos y las de mis ausentes con espumillón, incluso los invito a cenar. ¡Pero a cenar eh, no a llorar! ¿y por qué no?» gritó medio enfadándose, ¿no pueden vivir los muertos con nosotros de la misma manera que lo hacen los ausentes? Siempre he pensado que los únicos derechos que no se reivindican son los de los muertos, y tenemos que aprender a vivir con los ausentes, sin distinción de su «circunstancia personal», «aunque sólo sea porque nos proporcionan el sosiego que nos hace tanta falta».
D.Jacinto, que era sociable, pero nunca habia estado tan locuaz, nos confesó por fin aquella noche que el cajón que más abría era el tercero. De joven lo había tenido lleno, pero después se había ido olvidando de meter allí las cosas, de reponer lo que sacaba, por comodidad, por no agacharse, porque pensaba que viejo era una marca en lugar de un título, y que los viejos no podían meter cosas en el tercer cajón, el de las ilusiones. Un día, con estupor, buscándose la vida fue a abrirlo y se dió cuenta de que el cajón estaba vacío. «Sentí pánico», dijo, mientras se ponía pálido. Y empecé a llenarlo como un loco porque, aunque fue sólo durante unos segundos, en el cajón vacío de las ilusiones les aseguro que vi la muerte. Desde entonces lo abro menudo para comprobar que está lleno y nunca saco una ilusión sin reponerla.