Jaime González

La parábola del hijo pródigo

La parábola del hijo pródigo
Jaime González. PD

La estrategia del Gobierno en relación con el denominado «problema catalán» es clara: llevar la voluntad de consenso hasta el límite de lo legalmente posible, no solo para apaciguar al soberanismo, sino para congraciarse con los sectores más moderados del nacionalismo, y confiar en que el proceso secesionista se cueza en su propia salsa.

Dicho de otro modo: que aquel apoyo «in extremis» de la CUP al Ejecutivo de Puigdemont sea percibido por la mayoría de la opinión pública catalana no como una tabla de salvación, sino como la soga al cuello de un gobierno rehén de una pandilla de radicales.

En definitiva, aplacar las ínfulas independentistas colocando al nacionalismo delante del espejo para que tome conciencia de que la puerta semiabierta que le ofrece Mariano Rajoy es mejor que la puerta cerrada a la que conduce inexorablemente el plan rupturista con España.

Sobre el papel, esa es la estrategia diseñada por el Gobierno y liderada por Soraya Sáenz de Santamaría: mano tendida dentro del marco constitucional para que la antigua Convergència retome el camino del pragmatismo -al modo del PNV- por pura supervivencia política.

No está mal pensado, pero confiar en que las cosas se desarrollen según el guión de lo previsto puede resultar un peligroso ejercicio de candidez. Lo probable es que Puigdemont trate de cambiar a sus impresentables compañeros de viaje -la CUP- por el populismo que encarnan Podemos y su confluencia catalana (Ada Colau, para entendernos), partidarios de un independentismo «light», menos borrico en las formas, pero defensor igualmente de un referéndum de autodeterminación. La creciente presencia de miembros del Gobierno en Cataluña -este 4 de enero de 2017 le tocó el turno al titular de Fomento, Íñigo de la Serna- tiene un valor simbólico evidente, aunque tanta mano tendida no haya encontrado por ahora su justa reciprocidad en la otra parte.

Bien está que el Ejecutivo tienda puentes, pero sin olvidar que para cumplir su ineludible compromiso de garantizar la unidad de España hay que -en paralelo- garantizar el derecho constitucional de los catalanes que se sienten españoles a ejercer su libertad en las mismas condiciones que el resto.

Al fin y al cabo, lo que no puede ser es que el Ejecutivo practique con el soberanismo la parábola del hijo pródigo y quienes paguen la factura sean los de siempre en Cataluña: los que nunca quisieron marcharse de casa.

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