David Gistau

Por fin puede uno pedir ahogarse dentro de un proteccionismo de Estado a la manera peronista

Por fin puede uno pedir ahogarse dentro de un proteccionismo de Estado a la manera peronista
David Gistau. PD

SI algo no imaginé fue que la palabra «cosmopolita» terminaría adquiriendo, en el Occidente del siglo XXI, un sentido peyorativo.

Con lo sugerente que era. El reflejo al oírla nos evocaba viajes, bulevares, gentes diversas, desayunos en Tiffany’s y hasta un cóctel que no recuerdo haber probado por miedo a que Garci me reproche incurrir en una degradación frutal del Dry apta para bebedores esporádicos.

El cosmopolitismo era la acepción elegante del «multiculturalismo» -palabro horrendo- y, como tal, va a ser proscrito por la misma contracción paleta que exige la restauración de las fronteras europeas, las físicas y las mentales, lo mismo aquellas en las que se pide pasaporte que las que propiciaron a Camus escribir «El extranjero».

Me llamó la atención que Meryl Streep proclamara en los Globos de Oro que Hollywood es un refugio, no para el multiculturalismo, cuyas tensiones habitan un ámbito social por el que Meryl Streep ni se pasa, sino para el cosmopolitismo.

Ya lo fue a mediados del siglo XX, cuando Hollywood se convirtió en una tierra de acogida para los talentos fugitivos de las grandes predaciones europeas y de los proyectos genocidas para simplificar lo múltiple. Por eso Billy Wilder, que nació nada menos que austro-húngaro, terminó creando, junto a Lemmon y Matthau, las más deliciosas piezas de costumbrismo americano -y de cosmopolitismo, que Dios los perdone-.

Uno de los que no se adaptaron pese a probar suerte en USA fue Zweig, que prefirió extinguirse en Petrópolis al mismo tiempo que su propio mundo clausurado por el nazismo: «El mundo del ayer».

¿Es del ayer el mundo que fue el nuestro hasta hace unos minutos históricos?

La victoria de Trump, en España, ha conferido un salvoconducto moderno, el de la «Alt-Right», para hacer pasar por otra cosa ideas e instintos radicales, provenientes de lo peor del XX, que estaban latentes pero no se atrevían a hablar alto por la asociación automática con el fascismo.

Por fin puede uno decir lo que de verdad piensa de todas aquellas cuestiones que fueron custodiadas por la corrección política: ahora es posible acogerse a sagrado en la Torre de Trump para pasar por un hipster de la «Alt» suscrito al Breitbart y cómodo en el Starbucks y no por un anacronismo, un residuo mal cerrado del reverso europeo.

Por fin puede uno pedir ahogarse dentro de las fronteras repuestas y de un proteccionismo de Estado a la manera peronista.

La euforia es tal que, una vez tomado el multiculturalismo por una fuerza que sugiere que todo pagano es un terrorista -lo sepa o no-, ahora se trata de desactivar el cosmopolitismo -¿y su Arte Degenerado?- y toda esa cultura urbana de la que se recela porque provoca mezclas, corrompe la esencia, descristianiza cosas y hasta permite que los hombres se casen los unos con los otros.

Lo que no sé, si 2017 cumple con lo que promete, es adónde huirán esta vez los cosmopolitas. En Hollywood no cabrán todos.

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