Fernando Jauregui

Ya no damos pie con bola

Ya no damos pie con bola
Fernando Jáuregui. Jerónimo Rueda/PD

Perdone la incursión en territorio personal de este cronista, pero la verdad es que se está poniendo muy complicado esto de escribir sobre la actualidad política. Hablaba yo ayer con un amigo británico, corresponsal en Europa de un importante diario londinense, y me consolaba diciendo que a él le ocurría lo mismo, «y no digamos ya a muchos colegas norteamericanos». Hemos sido superados por la realidad. Por esa realidad que nos han creado millones de votantes imprevisibles y actos no menos increíbles protagonizados por eso que ha dado en llamarse clase política, y también por esa realidad paralela que se aloja, y a veces se esconde, en las redes sociales.

Confieso -y sigo con la galopada personal- que me equivoqué profetizando solemnemente, en alguna tertulia televisiva, que Pedro Sánchez acabaría por no presentarse a las primarias de su partido; antes había acertado en algunos de sus pasos anteriores, pero eso, para el tuitero que te despelleja, no cuenta. Claro, también consideré imposible la victoria de Trump y, antes, la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea. ¿Cómo imaginar que todo ello podría pasar, o que el candidato más radicalmente a la izquierda del socialismo francés sería quien acabase enfrentándose a un ya no tan impoluto finalista en las primarias de la derecha? Ahora, todo se nos va en una pura conjetura sobre lo que ocurrirá a continuación, si en Francia Le Pen podrá ser frenada, si el hombre más poderoso del mundo se volverá o no razonable, si Mariano Rajoy cederá a las pretensiones de quienes ya le susurran que anticipe unas nuevas elecciones y que se fastidien quienes no quieren apoyarle los Presupuestos; o si en Cataluña será antes el caos del referéndum ilegal o el de las elecciones autonómicas, que colocarían al independentista republicano -ah, pero ¿Puigdemont no lo era?– a Oriol Junqueras en la presidencia de la Generalitat.

Imposible acertar en todo. Uno, llevado por la buena voluntad y el irreparable optimismo, cree que la peor opción -la evidentemente peor opción- es siempre la última posibilidad, y resulta que hemos entrado en tiempos en los que, por el contrario, ya es la primera. Para chinchar a encuestadores y periodistas, sin duda pero también, de paso, al resto de la ciudadanía. Así no hay quien acierte en las predicciones. Excepto, claro, todos esos seres más o menos anónimos que, desde los ciento cuarenta caracteres, juegan siempre a caballo ganador y a comentarista perdedor en sus arriesgados vaticinios. Con lo cual no crea usted que esos anónimos, no siempre bien intencionados ni del todo libres en sus opiniones, dejan de tener alguna, bastante, influencia. Porque a ver quién no se deprime con las barbaridades que algunos dicen de uno.

Y le voy a decir la verdad: lo más agotador de mi trabajo consiste en seguir siendo un adicto a esas redes sociales desde las que me bombardean. Menos mal que algo parecido, aunque con menos crueldad que en el caso español, les sucede a mis colegas británicos y americanos, o franceses. Ellos tampoco dan ya pie con bola, en este mundo que se nos ha vuelto loco, loco, loco.

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