Ignacio Camacho

El debate sobre la sede de la final de Copa del Rey desdeña el malestar por el crónico escarnio a los símbolos del Estado

El debate sobre la sede de la final de Copa del Rey desdeña el malestar por el crónico escarnio a los símbolos del Estado
Ignacio Camacho. PD

CONOCIDOS los dos finalistas de la Copa del Rey, lo único que está claro es que se repetirá en ella la tradicional pitada al himno nacional y al jefe del Estado. Una especie de insano ritual que, ante la pasividad de las autoridades, la Federación y los clubes, el titular de la competición ha de aguantar impávido para que no se cuestione su talante democrático.

Ante esta rutinaria falta de respeto a los símbolos constitucionales, inexplicablemente tolerada año tras año, es lógico que algunos dirigentes se nieguen, en nombre de sus seguidores, a que el aquelarre separatista tenga lugar en sus estadios. Deberían hacerlo todos, a ver si alguien se decide al fin a tomar una decisión que ponga el honor de los españoles a salvo.

Mientras eso sucede, que va para largo, los equipos finalistas convierten en recurrente debate la elección del escenario. Un asunto simple que hace mucho tiempo que debería estar zanjado.

Si no se establece una sede fija, la de cada edición habría de quedar nominada en el momento mismo de la confección del calendario. Pero el fútbol es un espectáculo que moviliza masas y apalea millones sin disponer de unos gestores profesionalizados. Lo dirige gente caprichosa, de criterio espeso o ausente, incapaz de tomar decisiones lógicas al alcance de cualquier empresario.

Tipos que en vez de atender los intereses de su clientela y de sus operadores se dedican a complicarles la vida en un ejercicio de frivolidad diletante, impropio de un negocio mínimamente estructurado.

En el caso ya crónico de la Copa, esa incompetencia se mezcla con un desdén inaceptable a la politización sesgada de la final, convertida por miles de aficionados separatistas en un deliberado escarnio. Una morbosa ofensa al conjunto de los ciudadanos ante la que los responsables deportivos y gubernamentales han optado por cerrar los ojos o lavarse las manos.

La afrenta sistemática y consentida nos devalúa como país capaz de reconocerse en un marco de convivencia civilizado. Al minimizarla o tolerarla como mal menor, inevitable, se produce una quiebra del más elemental espíritu democrático: una minoría sojuzga a la mayoría imponiéndole por las bravas un chulesco agravio. Y esa costumbre no solo incívica, sino excluyente, está creando en muchos españoles un malestar palpable, un cada vez menos silencioso desagrado.

En medio del encogimiento pusilánime del estamento oficial, sólo el Real Madrid mantiene una postura de cierta dignidad al resistirse a ser utilizado. Y a medias, porque su presidente se escuda en obras de remodelación que, aunque ya programadas, suenan a pretexto innecesario.

Florentino Pérez quedaría mejor diciendo con coraje la incómoda verdad que rompa tanto conformismo apocado: que el madridismo respeta los símbolos de la nación y que el que quiera repudiarlos se vaya con su inquina y su mala fe a otro campo.

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