Javier de Lucas

Sobre los populismos y la sociedad vulnerable

Sobre los populismos y la sociedad vulnerable
Javier de Lucas. PD

Uno se pregunta qué está pasando en la sociedad para que se haya producido una revolución ideológica y partidista con un resultado tan desolador, sin que se vislumbre la más mínima posibilidad de detenerse ni contenerse. Y no cesa ni cesará, porque, aunque la sociedad haya demostrado una gran madurez moderando sus anhelos y sus exigencias coherentes con el progreso que se le supone, aun dejándose llevar tan solo por la inercia razonable de la historia, la perspectiva para la satisfacción de aquellas esperanzas se presenta fallida, descorazonadora y desconcertante.

Nuestra sociedad lleva ya mucho tiempo dando síntomas de agotamiento e impotencia. Éste, el actual, es el mejor de los escenarios para enturbiar más aún las ya de por sí procelosas aguas de la política; y, por lo tanto, para desazonar hasta quién sabe qué extremo la paciencia de los ciudadanos.

En todos los ámbitos de la vida nos empuja una cierta inclinación hacia lo que consideramos superior o simplemente atrayente para mimetizarlo incorporándolo a nuestra forma de estar en el mundo. Con ello pretendemos elevar, o aparentar que elevamos, nuestra autoestima, nuestra posición social, nuestra situación económica, nuestra educación, nuestra cultura… Todo. En realidad, vivimos mucho de la apariencia mimética, y, por tanto, muy por encima de nuestras posibilidades, cualquiera que sea la índole de éstas, aun sin darnos cuenta de que se nos va media vida afanándonos entre la conformidad y la codicia por alcanzar lo antes posible aquello que ansiamos.

Y es legítima, ¡cómo no!, esta tendencia hedonista hacia lo que se nos presenta como agible, aunque sea mediante un esfuerzo del que no sabemos por cuanto tiempo sostenido. Siempre ha sido así: las clases bajas tienden a parecerse a las no tan bajas; las no tan bajas a la baja burguesía; la baja burguesía a la alta burguesía; la alta burguesía a las clases dominantes, a la aristocracia, a los que ostentan el Poder… Así es la condición humana. Pero es que, además de ser legítima tal tendencia hacia la «superación», es también positiva en tanto que no deja de ser una filia que facilita la propensión a mimetizar aquello con lo que se crea una cierta afinidad, una especie de acuerdo tácito. En definitiva, el objetivo a conseguir termina convirtiéndose en una relación simbiótica, de conformidad entre imitadores e imitados; creándose, al tiempo, una dinámica de «voluntad de progreso» aceptada por todos.

Las pasiones, los afectos y las debilidades humanas son eso, humanas, y, por tanto, susceptibles de pagar por ellas. Porque siempre hay alguien al lado del que se muestra frágil, que aprovechando la coyuntura se beneficia de las situaciones precarias en las que se encuentra.

Muchos son los quebraderos de cabeza que esta actitud acarrea, tanto en lo individual como en lo colectivo: familias, grupos sociales, e incluso países y estados. Así, pues, el asunto se complica sobremanera cuando ante el mimetismo en cuestión se utilizan demagógicamente argumentos de igualdad gratuita y facilona con la «distinción» de las clases altas.

La diferencia está en las consecuencias que puedan derivarse si la mímesis a la que pueda tenderse se da en sectores más o menos reducidos de la sociedad, o si se extiende a países y estados enteros. En tales circunstancias el resultado es notable: en el primero de los casos el agente y el paciente coinciden; es decir, que el que crea la necesidad y el que la padece (beneficiándose o perjudicándose) es el mismo, y cada uno es libre de elegir lo que le conviene o no en su privacidad. Pero en el segundo caso, el agente es la clase gobernante y dominante, y el paciente el contribuyente, o, lo que es lo mismo, el ciudadano de a pie, al que le prometen el paraíso, con tan solo concederles con su voto carta blanca para hacer y deshacer, sin importar los medios, en aras de unos fines cuya conquista y victoria suele ser pírrica.

No resulta extraño al poder político toda esta dinámica social, lo mismo que tampoco ven como novedad la debilidad que se desprende de ella. Por tanto, cuanta más tensión pueda crearse en el seno de una sociedad frustrada en su esfuerzo por medrar, más fácil resulta a los populistas salvadores de patrias prometer y hacer creer a las clases decepcionadas la conquista de la igualdad y la libertad respecto de las clases privilegiadas; e incluso, en el peor de los casos, arrebatarlas por turno si fuere necesario, sin reparar en los medios, el estatus del que han disfrutado hasta el momento. Todo esto es altamente arriesgado… Como lo es y lo ha sido siempre el maquiavelismo como argumento tácito en boca del poder más ambicioso.

Se cumple ahora un siglo desde que estallara la revolución rusa en marzo de 1917 (febrero, en el calendario juliano en uso a la sazón en Rusia), a la que siguió una segunda fase en noviembre del mismo año. En este contexto, en la primera fase de la revolución, ante la abdicación de Nicolás II, se formó un gobierno provisional por miembros del parlamento del antiguo régimen zarista «aceptado» por los bolcheviques. No duró mucho.

Lenin pronunció un discurso el día 28 de junio de 1918, en el que decía lo siguiente:

«El pueblo es oscuro. En el estado de fatiga en que se encuentra se le puede empujar a no importa qué locura».

Y año y medio después, decía:

«El proletariado debe primero derribar la burguesía y conquistar para él el poder del Estado. Luego debe emplear este poder del Estado, a saber: la dictadura del proletariado, como instrumento de su clase para obtener el consenso de la mayoría de los trabajadores».

Las consecuencias de todo lo que aconteció después del conflicto son de todos conocidas. Por supuesto, sin negar que llega un momento en el que la situación resulta insoportable. Así las cosas, creo que es fácil identificar este tipo de discurso, en el fondo y las formas; y en pleno siglo XXI produce pavor.

Los políticos, o líderes aspirantes a políticos, si algo saben, y además pueden, por disponer de todos los medios a su alcance, es crear las necesidades y las condiciones óptimas en la sociedad para proclamar sus soflamas bienhechoras.

Ellos conocen muy bien las razones del agotamiento que hacen sensible a la sociedad ante sus planteamientos. Se trata, pues, de que todo gobernante, o aspirante a gobernar, exprese un discurso demagógico y enardecido con la pretensión de demostrar su carácter beneficioso y reparador para aquellos a quienes pide su voto.

Este es el populismo; que, dicho sea de paso, no forzosamente ha de ser a estas alturas sólo de ideología de izquierda radical: caben en él cualquier ideología extrema que sea capaz de hacerse oír con sus promesas edulcoradas de soluciones sucedáneas; porque, lo que marca los radicalismos es la ambición de dominio, y a todos les sobra.

Es una evidencia histórica: el Poder corrompe, y con ello deteriora la sociedad; así se justifica la alternancia de Poder.

Hemos hecho una sociedad de necesidades estériles que aportan soluciones innecesarias y prescindibles; sin reparar en lo verdaderamente necesario, que es donde en realidad se encuentra la génesis de los valores. Y esto no es el negocio para los políticos.

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