La Ley de Seguridad Ciudadana crea una gran inseguridad a los ciudadanos. Justo y necesario es, pues, que ese engendro gubernativo para la represión ideado por Fernández Díaz sea retirado de la circulación y se deposite en algún Museo de los Horrores para pasmo de las generaciones futuras.
Aquél flamante primer gobierno de Rajoy con mayoría absolutísima llegó con ganas de ajustar cuentas, pero con la Ley Wert para españolizar a los niños catalanes y cribar a los «no aptos» con las infames reválidas, o con la de la Reforma Laboral para laminar los pocos derechos que les quedaban a los trabajadores, no pareció conformarse. El «¡Que se jodan!» vomitado en el Congreso por la hija de Fabra en relación a los recortes de las ayudas a los parados, expresaba, sin duda, la necesidad de más, de más ajustes, de más ajustes de cuentas, y el ministro del Interior supo estar a la altura componiendo un delirante catálogo de castigos sumarísimos para los que osaran protestar contra ese brutal ajuste de cuentas precisamente.
A la Ley de Fernández Díaz, que en buena hora empieza a ser desmantelada en un Congreso de los Diputados que ya no es de titularidad exclusiva del PP, se le llamó desde el principio Ley Mordaza, pero eso debió ser para abreviar, pues, además de mordaza, venía a poner cinchas, grilletes y cepos a las más básicas libertades públicas. La Policía pasó a ser juez, y sus dictámenes, sentencias sin recurso posible. Las calles, pobladas de estafados por las Cajas controladas por el PP y saqueadas en compañía de otros, de víctimas de los desahucios masivos, de profesores y estudiantes maltratados, de personal sanitario en riesgo de privatización, se poblaron también de esos magistrados sin toga ni puñetas, pero con casco, porra y escudo, dispuestos a impartir justicia exprés para instalar, a golpe de multas arbitrarias, el silencio de los corderos.
El señor Fernández Díaz, al que el Congreso también espera para que explique sus contubernios con el responsable de la Oficina Antifraude de Cataluña al margen de la Ley, invocaba ésta, la Ley, y la Constitución, y la Libertad, todo el rato. Hasta el menos despierto percibía su intento de enmascarar con ello sus verdaderos propósitos, los que emergieron finalmente a lomos de esa ominosa Ley Mordaza que se ciscaba en todas esas cosas. Vigente aún, aunque le queda poco, trasládese a ese Museo de los Horrores que contiene todos los métodos para fumigar la Libertad.