La «ola de populismo» y otras expresiones gaseosas de la vida política que recorren ahora mismo Europa, y en general el mundo desarrollado, tienen más que ver con las dificultades de países y ciudadanos para adaptarse a un entorno abierto y más libre, que con la realidad objetiva de cada Estado y de cada habitante.
Como consecuencia de ello, una parte de la ciudadanía muestra sus preferencias por dirigentes que van en contra de los valores clásicos; esos pilares sobre los que se han cimentado las democracias que hicieron progresar al hombre más que nunca.
Nos encontramos de este modo con verdaderos liberticidas que, en muchos casos a pesar de su juventud, quieren reeditar fronteras plagadas de aquellos virus con los que Europa tuvo que malvivir, y morir a trozos, a lo largo de quinientos años: el telón de fondo para resucitar el nacionalismo, la xenofobia, la insolidaridad y el militarismo.
Con ese riesgo vivimos en los tiempos contemporáneos. Estamos obligados, no obstante, a reconocer que nuestros países necesitan saberse adecuar a la inexorable realidad de un mundo globalizado.