Antonio Burgos

Hugh Thomas y los armaos

Un armao se cuadró ante el historiador enamorado de Sevilla

Hugh Thomas y los armaos
Antonio Burgos. PD

YO nunca había conocido a un lord inglés. Y menos en Sevilla. Conocía a los lores ingleses de las delicadas series televisivas de la BBC o de los libros de Wodehouse o de Daninos, pero en persona no había conocido nunca a ninguno.

Y gracias al Duque de Segorbe, su habitual huésped sevillano, que me lo presentó, no sólo conocí a un lord inglés, sino que aquel noble británico, de cana cabellera como antigua y cuidadísima, era nada menos que Hugh Thomas, autor del libro que tanto nos descubrió de España: «The Spanish Civil War».

Recién publicado, de tapadillo me lo prestó en el Café Gijón el hijo de Dagmar, la marquesa de Tamarón que mantenía cada buitre de Jesús de las Cuevas en su almena del Castillo de Arcos: el profesor y arqueólogo Luis Mora-Figueroa Williams. Libro prohibido en España que me bebí en una tarde y una noche en mi cuarto del Colegio Mayor Aquinas.

Gracias a Segorbe pude intimar con Lord Thomas of Swynnerton, a quien descubrí pronto como un enamorado de Sevilla. Decían que era hispanista, especialmente por sus libros fundamentales sobre el Imperio español.

Para mí que era algo más importante: «hispalista», conocedor de los pasados esplendores de la Hispalis romana engrandecida como Puerto y Puerta de las Indias, cuyo Archivo, en la Casa Lonja de los mercaderes, era para Thomas tan familiar como las hermosuras todas de la ciudad que le enamoró.

Aquel amor lo condensó en una Tercera de ABC, «El mejor viaje del mundo», que le valió el Cavia de la sevillanía: el premio Romero Murube, a cuyo jurado, que presidía nuestro inolvidable Santiago Castelo, tuve el honor de pertenecer, con Francisco Robles e Isabel León. No crean que el mejor viaje del mundo era el de Magallanes, ni el de Cortés a la Nueva España.

El mejor viaje del mundo era el que cada mañana hacía Hugh Thomas desde las casas del Duque de Segorbe en la Judería de San Bartolomé, donde moraba, al Archivo de Indias para sus investigaciones en los legajos americanos. Describía Thomas a Sevilla con pasión de enamorado desde el mismo arranque del artículo:

«Me despierta el sonido de los gorriones revoloteando en la enredadera de la casa donde me alojo. Este es un sonido que ya no se oye en Inglaterra, porque en los últimos veinte años los gorriones han desaparecido (se han marchado a un hogar más alegre, a Sevilla, supongo)».

Espadañas y conventos, plazas y leyendas, barreduelas y árboles en flor jalonaban aquel mejor viaje del mundo que Hugh Thomas solía hacer con la regularidad de los galeones de su familiar Flota de la Carrera de Indias.

Conocí luego a Thomas en toda su salsa, cuando como miembro de la Cámara de los Lores nos invitó a comer a Isabel y a mí en las Casas del Parlamento y en el aperitivo nos tomamos en memoria de Sevilla una copa de jerez que nos hizo pensar que aquello era como El Aero con lores y pelucas.

Me coló en la tribuna de la Cámara de los Comunes y hablamos de Gibraltar, que quería convertir en una especie de Andorra con monos, del que fueran copríncipes la Reina de Inglaterra y el Arzobispo de Sevilla.

Pero nada como aquella Semana Santa en la que me cupo la dicha de ser cicerone de Hugh Thomas por las cofradías. En los balcones de mi hermana Pilar en La Campana le había presentado a Manolete Loreto, caboescolta de los armaos de la Macarena.

Y aquella Madrugada estaba Hugh Thomas en los palcos de la Plaza viendo a la hermandad de la Esperanza y pasaba su Centuria Romana, cuando fue que un armao macareno, que no era otro que el muy flamenco Loreto, se salió de la garbosa formación, se fue hasta donde estaba Thomas, se cuadró ante el historiador enamorado de Sevilla y le dijo, ante el asombro de todos:

«Lord Thomas: ¡la Centuria Romana Macarena a sus órdenes!».

Desde aquella Madrugada, Hugh Thomas prefirió ya la gracia de la Centuria Macarena de su Sevilla mucho más que las aguerridas tropas novohispanas de su Hernán Cortés.

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