Alfonso Rojo

Al borde del infierno

Al borde del infierno
Alfonso Rojo. PD

Encoge el alma imaginarlo. Al ver cómo el fuego se iba acercando a sus casas, aterrorizados, metieron a sus familias en el coche y escaparon a toda velocidad por la sinuosa carretera, que discurre en dirección a Coimbra entre desfiladeros tupidos de pinos y eucaliptos.

Huían del infierno y se metieron en una ardiente ratonera. Estremece mirar las imágenes de los vehículos carbonizados, empotrados unos contra otros, porque en su desesperación, al verse envueltos en las llamas que impulsaba el viento y como se abrasaban los suyos, algunos trataron de dar la vuelta y giraron enloquecidos. Son más de treinta los muertos, muchos de ellos niños.

Y uno se pregunta qué hubiera hecho en esas circunstancias. Si no habría sido mejor quedarse en casa, atrancar puertas y ventanas y esperar encomendándose a la siempre imprevisible Divina Providencia. O si el destino habría sido menos avieso de haber enfilado en dirección opuesta.

No lo sabemos, ni sabemos tampoco cómo habríamos reaccionado nosotros en el incendio de la Torre Grenfell de Londres.

¿Habríamos tirado a los hijos por el balcón, como hizo desde el décimo piso una mujer con ese niño que ha sobrevivido? ¿Habríamos saltado o intentado descolgarnos anudando sábanas?

A posteriori, escuchando los testimonios de los supervivientes, es fácil decir que uno hubiera abierto los grifos, inundado el apartamento, colocado toallas mojadas en las rendijas y esperado, pero casi sin excepción, cuando estamos en grupo, actuamos como vemos actuar a los demás y la mayoría corrió hacia arriba.

A lo largo de mi larga peripecia profesional, sólo he estado en una ocasión atrapado en el centro de una de esas catástrofes colectivas. Fue en 1980, en la plaza de San Salvador, durante el funeral por el arzobispo Oscar Arnulfo Romero, asesinado unos días antes.

Fallecieron aplastadas 40 personas y recuerdo como si fuera hoy el pánico de la multitud, la estampida y como el holandés Ian Schmeitz, el francés Etienne Montes y yo observábamos encaramados a una columna y sin poder hacer nada, como se iban apilando contra la reja de la catedral los cuerpos.

Dicen que si estás solo, reaccionas con más racionalidad. Que en un cine atestado, nadie se levanta al oler el humo, hasta que no ve hacerlo a los de alrededor y que ahí, en el espíritu de la masa, en el carácter gregario del ser humano, radica el peligro.

Yo lo único que tengo claro hoy es el dolor, porque la tragedia duele de forma especial cuando es cercana y en España, a pesar de tantos desencuentros, sentimos a los portugueses como hermanos.

ALFONSO ROJO

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