Carlos Herrera

Ya lo siento, queridos niños, habéis nacido en un lugar un poco raro

Ya lo siento, queridos niños, habéis nacido en un lugar un poco raro
Carlos Herrera. COPE

ERASE una vez un país que andaba a trasmano de su entorno democrático. Acababa de morir un dictador y tomaba el mando un joven al que unos llamaban «El Breve», otros «El Rubio» y otros le daban, directamente, por incapaz, tanto dentro como fuera de sus fronteras.

Ese hombre joven, Juan Carlos, heredero del poder a título de Rey, renunció al mismo, sólo presidió un Consejo de Ministros y le encargó a un buen mecánico de las leyes, de nombre Torcuato, el peregrinaje legal de un régimen autoritario a otro democrático. Incluso le pidió que se las ingeniara para que él pudiera señalar como piloto de la política ejecutiva a un tipo de su quinta, de nombre Adolfo, que venía también de la noche negra del pasado.

Pues entre los tres, cada uno con su demarcación y su empeño, el trabajo de gente que entendió que el futuro era otra cosa (por ejemplo, un Primo de Rivera de nombre Miguel) y la colaboración de otro llamado Santiago, que venía de noches tan negras como los otros pero que entendió que había que entenderse, se organizó un cierto milagro.

Ese Rey hubo de lidiar con una parte del Ejército que aún creía estar en África, con una facción de los actores políticos del pasado que se negaban a mirar hacia delante, con una serie de pistoleros que mataban día y noche (y lo siguieron haciendo durante años y años) y con todos los que exigían (porque, queridos niños, en este país siempre se exige) una ruptura incluso consigo mismo.

El de vuestra nación sí que fue un Gran Salto Adelante, instalado en un tiempo de ilusión y de progreso. De eso podéis estar seguros.

Poco más de un año después de la muerte de aquel señor, España celebró unas elecciones y se presentó todo el que quiso hacerlo. Ganó Adolfo y comenzó una complicada travesía añadida: lidiar con la estanflación, el terrorismo, la involución, el nacionalismo periférico y algún que otro ladrón.

Lo cierto es que el país se normalizó y modernizó y las elecciones las ganó, al cabo de un tiempo, un señor de izquierdas llamado Felipe que comenzó otra larga transformación de estructuras.

Hace cuarenta años de eso. Puede, incluso, que no lo recuerden algunos de vuestros padres. Yo sí. Era joven, pero sí.

En el Congreso de los Diputados, donde reside la soberanía del pueblo español, se han reunido, cuatro décadas después, los testigos que quedan vivos de aquello más los diputados de hogaño.

No están ni Adolfo, ni Torcuato, ni Santiago, pero sí están sus hijos y alguno de los hacedores de la Constitución que votaron masivamente los españoles. También este Gobierno y algunos anteriores, y políticos de clavel vengativo y otros de futuro incierto. Todos.

¿Todos? No, todos no. El único que vive de aquél triunvirato, el motor, Juan Carlos, vio el acto sentado en un sillón de su salita ya que nadie le invitó. El Monarca actual, su hijo, un hombre que procede con pies de plomo, con criterio moderado y sereno, en consonancia con los tiempos difíciles que también le toca lidiar, presidió el acto y brindó serias dosis de sensatez en su discurso.

Pero alguien en su Casa descuidó caer en la conveniencia de sentar a su vera, o detrás, o debajo, o agarrado a la cortina, al que se jugó el tipo para que todo esto de hoy sea posible, con sus defectos y virtudes o con sus excesos y limitaciones.

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