Luis Ventoso

Ni los Sanfermines

La corrección política ya deplora una fiesta que se remonta al Medievo

Ni los Sanfermines
Luis Ventoso, Director Adjunto ABC.

ERA mucho para tolerarlo en un país cada vez más tremendista e intransigente: una fiesta de origen cristiano (un santo del siglo III, Fermín de Amiens), con toros -¡qué horror!-, y donde la libre diversión callejera manda, sin que el Estado te programe cómo tienes que divertirte. Una cita celebrada por todas las familias locales.

Abuelos, padres e hijos de blanco y con su pañuelico rojo. Un oasis de jarana para una ciudad norteña, tranquila, currante, católica y muy próspera. Nueve días donde el ligoteo, el poteo, la manduca y la risa son la agenda apropiada. La cosa es tan políticamente incorrecta que hasta cantan jotas, o celebran una procesión en honor a su santo con miles de personas.

El atraso es tal que en lugar de carrozas de drag-queens allí hay gigantes y cabezudos para los chavalines, y barracas, y fuegos artificiales cada noche en los prados de la Ciudadela.

Pamplona tiene unos 200.000 vecinos. Durante los nueve días de fiesta puede recibir hasta millón y medio de visitantes. El año pasado se produjo una violación, un acto repugnante, universalmente despreciado.

Pues bien: para algunos apóstoles de la corrección política, los Sanfermines, una fiesta que se remonta al Medievo, han quedado estigmatizados y reducidos a una suerte de macro-botellón de violadores.

Al estudiar en la Universidad de Navarra y más tarde por motivos familiares he estado muchas veces en las fiestas. Desde el primer momento, cuando era todavía un panoli espoleado por el aliciente cinegético, me ganó su evidente encanto: una ciudad conjurada para pasarlo bien unos días, simplemente eso.

Claro que ocurren burradas en Sanfermines, como en todo jolgorio multitudinario. Sí, he visto al guiri de turno con una papa del quince planchándose la cara al tirarse en plancha desde la fuente de la Navarrería.

Y a chicas con cortes en los pies por vidrios rotos. Y a demasiados osos hormigueros saliendo de los baños farlopizados, sobre todo en los ochenta. Y a corredores-estorbo en el encierro, que no hacíamos más que esprintar acoquinados delante de los cencerros de los mansos.

Y a gente tan bolingas que miccionando contra un árbol de la Taconera se quedaban sopas a pie de tronco y allí amanecían. Pero también he pasado de chaval en Pamplona algunas de las noches eternas y mañanas insomnes más divertidas que recuerdo. He visto docenas de veces a los mozos de Pamplona haciendo de ONU espontánea, imponiendo paz y serenando a los desaforados.

He observado la ilusión de chicas y chicos que por primera vez reciben permiso para salir. He asistido a almuerzos familiares encantadores e intergeneracionales. He visto a las charangas alborozar el alba con sus metales. Estaba en la plaza con la que hoy es mi mujer cuando aquel Miura empitonó el cuello de Padilla, y entonces entendí la épica inapelable de los toros.

He visto el amanecer, a su lado y colado por ella, en las murallas del Caballo Blanco, y ya mayores nos hemos acogido a la gula elegante del Rodero, o hemos paseado viendo nuestro pasado lejano reflejado en otros, que todavía conservan intactas unas expectativas que siempre se quebrarán. Y no: tres intransigentes reconcomidos no nos robarán los Sanfermines.

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