Jon Juaristi

La nación que unió Ermua se deshizo tras las bombas de Atocha

La nación que unió Ermua se deshizo tras las bombas de Atocha
Jon Juaristi. PD

DE la práctica unanimidad a la disensión y a la bronca, los veinte años transcurridos desde la gran respuesta democrática al asesinato de Miguel Ángel Blanco hasta el barullo municipal y espeso de esta última semana requieren una reflexión urgente, porque España ha cambiado y algunos no se enteran o no quieren enterarse.

Lo que no se debe hacer es ponerle la ocasión tan fácil al enemigo como las proverbiales perdices a Fernando VII, y eso es lo que han hecho María del Mar Blanco, la Fundación de Víctimas del Terrorismo y el Partido Popular en la efemérides del 12 de julio.

Pretender que Miguel Ángel Blanco representa a todas las víctimas del terrorismo no es más que una pretensión de la propia María del Mar Blanco y de sus compañeros de partido, ninguno de los cuales parece haberle aconsejado sensatamente. Una pretensión no es un hecho que vaya más allá de la pura pretensión.

Para que Miguel Ángel Blanco representara, no ya a todas las víctimas del terrorismo, sino tan sólo a las de ETA, debería haberse logrado un consenso sobre el particular.

Un consenso entre las distintas asociaciones de víctimas del terrorismo, para empezar, y mucho me temo que no habría sido suficiente, porque las simpatías de los seguidores del podemismo, de la izquierda neocomunista y de los nacionalismos secesionistas están con los verdugos de Miguel Ángel Blanco, a los que consideran cautivos del para ellos odioso régimen de 1978, y no con María del Mar Blanco ni con las asociaciones de víctimas del terrorismo. Estaba cantado que los dirigentes de ese magma antidemocrático iban a aprovechar la mínima excusa que se les diera para montarla. Y se les ha dado.

Tampoco el PSOE iba a desaprovechar una oportunidad tan generosa y absurdamente deparada por el propio PP para hacer frente común con las alcaldesas y alcaldesos de Podemos y compañía.

El gran movimiento popular de julio de 1997 fue una rebelión municipal contra lo intolerable de una situación podrida que los partidos políticos no conseguían desbloquear y que se manifestaba en la dictadura mafiosa de ETA y sus sicarios legales.

Cuando Carlos Totorica, alcalde socialista de Ermua, a las siete de la tarde de aquel 12 de julio, se puso en marcha al frente de sus vecinos hacia la vecina Éibar, emergió de repente la nación profunda: la España intrahistórica que, como sostenía Unamuno, irrumpe en la historia para rectificar sus derivas erráticas y suicidas. Ermua irradió sobre todos los municipios de España (menos, obviamente, sobre los burgos ocupados por ETA), dando lugar a la mayor revolución democrática de la España contemporánea.

Las erupciones cesan y la lava se petrifica: a Unamuno le gustaban las metáforas geológicas, que son insuficientes para explicar por qué una revolución como la de 1997 es hoy imposible. No se trata de petrificación, sino de una contrarrevolución triunfante. Contémplese el panorama de la España municipal de 2017.

Hoy Carlos Totorica lo habría tenido verdaderamente difícil para hacer oír aquella proclama silenciosa del 12 de julio de 1997, que, como la del alcalde de Móstoles en 1808, despertó a la nación. Hoy Carlos Totorica no despertaría ni a los serenos, porque la nación se dividió y una parte considerable de la misma, entonces mayoritaria, decidió rendirse al terrorismo entre el 12 y el 14 de marzo de 2004. Los consensos se esfumaron y la nación política empezó a cuartearse (la intrahistórica, sencillamente, entró en coma).

La izquierda profundiza en ello, inmersa en sueñecitos sectarios de fosas comunes en las zanjas, y por eso, para Ahora Madrid, Miguel Ángel Blanco no es más que un muerto franquista de una guerra civil interminable.

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