Ignacio Camacho

Cataluña y el silenciador

Ya tocaba al Estado mover pieza. La autonomía catalana ha sido intervenida con el silenciador de la política financiera

Cataluña y el silenciador
Ignacio Camacho. PD

IBA siendo hora: en esta especie de «verano peligroso» de Cataluña, en el que los rivales se miran con arrogancia torera, le tocaba al Estado cuajar faena. Y lo ha hecho por la suerte que mejor maneja este Gobierno, que es la de las technicalities de Hacienda.

Cuando toda la opinión pública tenía la mirada puesta en la lealtad constitucional de los Mossos, alguien se ha percatado de que la Generalitat estaba escamoteando fondos para el referéndum por el viejo procedimiento de sisar las cuentas.

La alarma saltó por un desvío de seis mil euros sin justificar en una partida pequeña, pero no tan pequeña como pasar inadvertida a los quisquillosos funcionarios de la supervisión financiera.

En el problema estaba la solución y en los números la herramienta: en vez del artículo 155, o de la Ley de Seguridad Nacional, había al alcance de la mano un método más sencillo y menos ruidoso de hacer cumplir las reglas. La autonomía catalana ha sido intervenida con el silenciador de la deuda.

Tenía que haber ocurrido hace tiempo, tanto como el que la Administración autonómica lleva construyendo la independencia a crédito.

No se trata sólo del gasto en cuestiones identitarias mientras las prestaciones públicas languidecen por falta del presupuesto, sino de una malversación política de fondos directos.

En Cataluña ya no se gobierna: toda la actividad oficial está consagrada al referéndum. Sucede que, pese a la milonga ésa de «España nos roba», el soberanismo no sabe gestionar el dinero.

Su rating financiero es de bono basura y sólo el respaldo estatal le permite mantener los servicios abiertos; sin el aval del Reino de España, auténtica respiración asistida, los funcionarios de la autonomía no podrían cobrar sus sueldos.

En esas condiciones, la decisión de controlar la liquidación de los pagos es un mensaje fácil de comprender, nítido y directo: la secesión no se puede organizar con recursos ajenos. Y demuestra que al fin, más vale tarde, la Moncloa está decidida a tomarse la cuestión en serio.

Porque el pensamiento optimista no ha funcionado. Ni se ha quebrado el bloque independentista, ni ha servido la Operación Diálogo, ni a Puidgemont le tiemblan las piernas, ni Junqueras aparece como el factor sensato.

Ocurre justo lo contrario: se ha juntado una piña de talibanes de la autodeterminación cohesionada por un designio fanático. Han decidido lanzarse a tumba abierta sin parar en ningún semáforo. No quedan opciones benévolas; el Gobierno sólo puede ya defender la ley -sin la colaboración socialista, como se está viendo- mediante el ejercicio de la autoridad democrática del Estado.

La intervención financiera entra de lleno en esa necesaria aplicación escalonada de recursos legales. Y además le hace un quiebro al victimismo mitológico: en vez de guardias y de tanques, los independentistas se van a ver frente a un encorbatado pelotón de contables.

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