Rafael Torres

La cosa se pone fea

La cosa se pone fea
Rafael Torres. PD

La cosa, esto es, el movimiento secesionista que conspira, bien que abiertamente, contra la integridad territorial de España, era hasta hoy una cosa compleja, enrevesada, peliaguda, de difícil abordaje político por las severas limitaciones políticas de sus diferentes actores y por la cronificación histórica del conflicto identitario, esto es, en el fondo nada que una acción política seria y unos políticos serios igualmente no pudieran resolver el beneficio de las personas, de todas las personas, pero a partir de ahora la cosa se pone, además, fea. Muy fea.

El aventurerismo de los líderes de la secesión, su puerilidad, su fanatismo, su irresponsable y continua demonización de España, a la que atribuyen el origen de todos los males de Cataluña, su complejo de superioridad que esconde, como todos los complejos, una personalidad política equívoca y frágil, su sectarismo, su xenofobia ibérica y su redentorismo delirante empiezan a calar en el tejido social, produciendo en la convivencia de la hasta hace poco plural y tolerante sociedad catalana unos efectos devastadores. El tuit a Inés Arrimadas deseándole ser víctima de una violación en grupo por sus ideas contrarias a la independencia no es, pese a su bestial carga simbólica, sino uno más de esos efectos que empiezan a aflorar de un modo tan peligroso como insoportable.

El propio Tardá, la voz lírica de ERC, ha sentido el horror de ese tuit disparado por una correligionaria (la causa independentista es ya como una religión en sus aspectos más irracionales y excluyentes), pero no ha encontrado otro argumento mejor, para salir del paso, que el de que en todas partes hay estúpidos, no sintiéndose por ello, al parecer, particularmente concernido por el vandalismo de los estúpidos propios. Por supuesto que desde otras trincheras, establecidas igualmente en los territorios embozados y cobardes de internet, los estúpidos ajenos arrojan al «enemigo» cuantas pellas de basura pillan a mano, pero la cuestión es que esos comportamientos brutales añaden un ingrediente indeseable al conflicto, un ingrediente el de la violencia que, como todo ingrediente indeseable, acaba apoderándose del sabor del plato, laminando cualquier otro.

Muchas familias catalanas eluden hablar en la mesa del problema político, conscientes de que pueden salir tarifando, y la persecución del «mal catalán», es decir, del que no comulga estrictamente con la doctrina del Govern y de quienes lo sustentan, empieza a parecerse a un pogromo. Demasiado para los jueces, sobre los que se pretende hacer recaer el marrón, cuando la cosa en la calle, en casa, en la red, se está poniendo tan fea.

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