Fernando Jauregui

Dejar Barcelona no fue fácil

Dejar Barcelona no fue fácil
Fernando Jáuregui. PD

Salir de Barcelona, este martes, no era ciertamente cosa fácil. Mi AVE no entraba en la lista de servicios mínimos, pero logré un billete para algunas horas después. No había apenas taxis ni medios de transporte, los piquetes se enseñoreaban de la ciudad -pacíficamente, eso sí- y las emisoras próximas a la Generalitat ofrecían una programación recortada, advertían, por la huelga, pero que, en todo caso, parecía un continuo parte de guerra: heridos, agraviados por el Estado, por ‘Madrid’. La alcaldesa Colau insistía en que había habido agresiones sexuales a cargo de la policía nacional. No aportó pruebas, que yo sepa. Las calles estaban indignadas, quizá algo artificialmente, por las cargas policiales del domingo contra los votantes; nadie hablaba de provocaciones por parte de estos. Jamás había visto tanta diferencia entre lo que se pensaba en Barcelona y lo que se piensa en el resto de España. La crónica de algo parecido a un desastre, a un desencuentro que es total, peor quizá que una declaración independentista desde el balcón de la Generalitat. Hay desamor.

Porque lo más destructivo de todo es la sensación que parecen tener los españoles de que el Estado les ha fallado en un trance tan surrealista como el impulsado por los (i)rresponsables de la Generalitat. En ámbitos de La Moncloa aún creen que se puede seguir persiguiendo a tertulianos que se cuestionan si el discurso de Rajoy en la noche del domingo osciló entre lo desafortunado y lo contraproducente; pero radios y televisiones, incluso amigas, se llenaban ayer de opiniones muy duras para con el presidente del Gobierno. Un ministro llamó al conductor de un programa radiofónico de éxito para que le dijese a un contertulio, que acababa de abogar por la dimisión de Rajoy, que a ver quién gestiona esto si el presidente se marcha. Luego, el contertulio se preguntó, en privado: «ah, pero este desastre ¿lo está gestionando alguien?».

Colegas de todo el mundo nos llaman preguntándonos qué va a pasar. Una amiga se indignó con una radio de Miami, que la entrevistó en directo, cuando allá compararon el tiroteo de Las Vegas con las cargas policiales del domingo en algunos colegios de Cataluña. Y tenía razón: nunca, desde los tiempos del franquismo, fue nuestro país tan maltratado, a veces tan injustamente, por la mayoría de los medios extranjeros más prestigiosos. Y ello, claro, no contribuye gran cosa a la autoestima nacional, tan en baja en estos momentos críticos.

Yo diría que motivos no faltan para ello. El encuentro del lunes entre Rajoy y Pedro Sánchez olía a total falta de sintonía y de soluciones comunes. Al líder socialista algunos le achacan tratar de urdir un nuevo plan para llegar a su meta, La Moncloa. A Rajoy muchos le acusan de indecisión, de haber prometido que sabía cómo llevar el timón y luego resulta que no, que no controlaba la situación. El líder de Podemos llega al extremo de pedir a la UE que nos retiren el voto en las instancias europeas por haber faltado a los derechos humanos, lo cual es una enorme demasía, valga la redundancia. Ciudadanos se queda solo pidiendo la aplicación del artículo 155 para forzar unas elecciones autonómicas en Cataluña, que es la única salida que queda, a juicio del partido naranja. Pero el PSOE no quiere el 155, así que volvemos a la casilla de salida.

Y, para que sigamos cimentando nuestra confianza -comillas, por favor– en el sistema, el Congreso no acogerá a Rajoy y sus explicaciones hasta, al menos, el próximo día 10, nos avisan, porque en el calendario parlamentario no toca un tal pleno esta semana. Para entonces, es posible que Puigdemont haya culminado su loco plan de declarar la independencia, aunque sigo sin creer que llegue a tanto. Lo pagaría(mos) tan caro.

Brillante panorama. Realmente brillante. Menos mal que, andando uno por las calles de Barcelona, atendiendo a la lógica y al sentido común (que no está desaparecido de todas las conciencias, ni, creo, de la sociedad civil), uno se da cuenta de que la independencia de un trozo de España tan arraigado en las entrañas de nuestro país no puede dictaminarse así como así. Lo pensé, no por primera vez, claro, escarbando ayer entre libros catalanes y en castellano, en confusa mezcolanza, en una feria del libro antiguo y moderno en el Paseo de Gracia. El Quijote junto a Pla: eso no se puede destruir con un decretazo parlamentario tras un pucherazo que ni Idi Amin en Uganda.

Logré, al fin, salir, mucho más tarde de lo previsto, de Barcelona. Insensatamente -sigo frecuentando esta red- lancé un tuit en el que contaba mi pequeña aventura ferroviaria. Inmediatamente recibí docenas de respuestas con el mismo sardónico mensaje: «Uy, usted perdone las molestias, pero es que estamos ocupados haciendo la revolución». Creo que contesté que las revoluciones realmente buenas son las que consiguen que los trenes salgan puntualmente. Contrarreplicaron con alguna barbaridad. Debían ser los mismos que, en piquetes algo desarrapados, andaban batiendo palmas por la estación de Sants, tratando de que tiendas y bares cerrasen sus puertas. Creo que no lo consiguieron. Tampoco eso lo consiguieron. Pero entonces, ya de vuelta en Madrid, entonces ¿qué? Bueno, hay soluciones, desde una disolución anticipada de la cámaras a un Gobierno de gran coalición con PP, PSOE y Ciudadanos. Pero como eso no quieren ni mencionarlo, porque su vuelo no llega tan alto, habrá que estar a la espera del nuevo bálsamo de Fierabrás que algún iluminado quiera ensayar sobre la reseca piel nacional.

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