Cualquier diálogo requiere el respeto del otro sobre un supuesto fundamental que a menudo se ignora: los contendientes tienen iguales derechos y obligaciones y no hay ninguna razón para creer que alguien ostenta sobre el otro una preeminencia de cualquier carácter. Si es supuesto fundamental no existe o se cuestiona, el diálogo deviene inevitablemente en confrontación. La manifestación más obvia de este supuesto fundamental es el concepto de ciudadanía.
Los ciudadanos son libres e iguales con independencia de sus características físicas, que si se aprecian o consideran devienen en racismo, de sus características personales de toda índole, que si se aprecian o consideran devienen en guerras de creencias, de religiones o instintos, de sus características económicas y sociales, que si se aprecian o consideran devienen en lucha de clases.
La negación de la igualdad jurídica es la base del diálogo y de la convivencia social. Resulta patético y hasta ridículo que existan quienes partiendo de esa noción de justicia universal e igualdad esencial crea que sus interlocutores comparten exactamente los mismos valores sociales que hacen posible la convivencia. Es obvio que en el origen de todas las guerras y conflictos ese supuesto fundamental no es compartido por los contendientes. Queda entonces la sociedad entera a merced de quienes buscan el expolio y la destrucción del otro.
La sociedad actual polifacética y polimorfe no se conforma bien con ese supuesto de una desigualdad fundamental entre quienes se sienten superiores y quienes aceptan o no ser tratados como inferiores. Lleva años gestándose en Cataluña entre amplias capas de la población un supremacismo que finalmente se ha consolidado y fosilizado en el nacionalismo. Ser nacionalista, ser patriota incluso con todos los matices y grados que quieran aceptarse es absolutamente contradictorio con el concepto de ciudadanía. Cualquier nacionalista, y cualquier patriotismo lo es. De ahí el vértigo que produce que a la irracionalidad nacionalista pueda responderle una irracionalidad del mismo carácter. No ha de extrañar, por tanto, que el nacionalismo sea simultáneamente subversivo y racista, y patriótico, y que amenace la convivencia de todos y que se extienda fácilmente hasta el punto de amenazar la vida de sus propios hijos, de sus propios paladines y en fin de todos, de quienes fueron sus compañeros de viaje y de quienes se negaron a hacerlo.
Las sociedades modernas, avanzadas, han renunciado al grito de Sabino Arana, Dios, Patria y Fueros, donde se funden el racismo de la procedencia atávica y el origen mítico del pueblo hasta la noche de los tiempos, en una continuidad histórica que conduce a los Ilergetes de Indibil y Mandonio, hasta la Generalidad reconstituida en la presencia de estos indigentes que se arrogan el dominio de las leyes y viven a costa del erario público.
La crisis económica ha puesto sobre la mesa la amenaza de la propia supervivencia y la tribu se reedita tratando de hacer creer a propios y extraños la existencia de una patria unitaria y uniforme, étnicamente pura, con una voluntad firme de contradistinguirse de cualquiera que pueda una fe fácil etiquetar de enemigo. Es una tentación fácil con una enorme capacidad de arrastre que anticipó con genial audacia André Sorel, el teórico del fascismo que fue la biblia de Mussolini.
Cualquier ciudadano puede sentirse perplejo ante el escenario. Ante sus ojos ve crecer una marea de conformación social que sólo se ha producido históricamente entre las dictaduras mas abyectas de la historia humana: el nazismo. El nacional socialista funde en un abrazo la negación de la igualdad esencial entre los seres humanos, hasta entonces ciudadanos, y eleva a su lugar, la igualdad de los iguales, de aquellos que comparten un mismo origen, una misma lengua, una misma etnia, una misma religión. La madre de los catalanes manifestando su repugnancia hacia el extraño aunque ese extraño haya llegado a la Presidencia de la Comunidad por leyes constitucionales, o su repugnancia a las creencias que han invadido su tierra, el peculiar horizonte de su mirada, que nace primero del aislamiento, luego deviene en ensimismamiento y por último en resentimiento.
Ese ciudadano perplejo ignora que se haya en un lugar donde los intereses particulares determinan que pueda su pueblo substraerse al intercambio internacional, al mestizaje, que interpone barreras comerciales para proteger el sobreprecio que aplican mercados cautivos, una imposibilidad técnica que sólo es posible por un tiempo en regímenes autocráticos. Como en cualquier forma de autoritarismo fascista, la igualdad esencial que pudiera reconocerse a cualquier ser humano, se sustrae a lo que el nacionalista define como su ser humano. La posibilidad de fabricar bolsos de piel humana, la posibilidad de usar para fines utilitarios el cuerpo humano, sea para producir jabón, cepillos de pelo, o pelucas pasa por hacer del otro pura mercancía, objeto o cosa. Es la dialéctica del nosotros, ellos del Barça, de los políticos ignaros como Puigdemont, y Junqueras, de Turull, y Mas y tantos otros. Se envuelven en la bandera de la equidad después de haber negado la igualdad esencial entre todos los seres humanos. Pero la equidad es una quimera sólo para ellos, para la raza de Pompeu Gener, de Valentí Almirall, de Joaquim Casas-Carbó. De Marfany cuando declara que la tierra hace la nació. La preservación de la raça catalana de Pompeu Fabra, de Rovira i Virgili. El ideólogo falangista del catalanismo, Joan Fuster. Estos mismos no tardarán en incendiar las mezquitas en nombre de la puridad aria de la raça catalana. Este es el trato que la pléyade de apellidos catalanes, en particular de aquellos que como conversos reniegan de su mestizaje, inflige al pueblo que soporta su nivel de vida, esa clase trabajadora a la que se promete el paraíso en la tierra, una tierra de la que hace tiempo han venido a ser excluidos.
Los obreros y los pobres no son catalanes. De esas guerras siempre sale triunfantes a corto plazo, quienes ocuparon desde siempre la condición de oligarcas. Y ocurre en nuestro tiempo que esos oligarcas locales de la tierra catalana, ven amenazados sus privilegios por la globalización internacional y así se desgañitan para amparar el fascismo emergente, entregando incluso a sus hijos, utilizados como barrera humana al Estado que defiende el concepto de ciudadanía. Sólo los necios buscarán el diálogo con quienes niegan la igualdad esencial de los seres humanos. La equidad es posterior al reconocimiento de esta igualdad. Cometer el error de aceptar como destino inevitable, el fascismo de la Generalidad, es entregar el progreso. Entregar la democracia, y entregar Europa.