ADAM SMITH Y LA TELE

Luis Ventoso: «La calidad de las series es el enésimo ejemplo de las bondades del libre mercado»

Luis Ventoso: "La calidad de las series es el enésimo ejemplo de las bondades del libre mercado"
Tony Soprano. PD

DISCULPEN que arranque con una frase algo petarda y muy en boga: «Hoy el mejor cine está en las series de televisión».

En parte comparto ese topicazo, siempre que se añada el mejor cine… comercial. Las dos películas que más me han calado en el último lustro, la polaca «Ida», una desoladora historia en blanco y negro, y la italiana «La gran belleza», un alarde manierista, eran cine puro y con ampulosa ambición de autor.

Pero es cierto que las mejores series actuales constituyen mecanismos de entretenimiento imbatibles, con guiones tan perfectos que te agarran a la tele como una lapa a una roca del Atlántico.

Series, buenas y malas, hubo siempre, como recordamos los que nos amamantamos con el trabuco de Curro Jiménez, la salita de estar del hoy turbio Bill Cosby y el coche horteroide de Starsky y Hutch. Pero ahora han dado un salto de calidad increíble. En las series de antaño se abusaba de los interiores por falta de parné (hoy revisamos la soberbia «Arriba y abajo» y percibimos que en realidad aquello era teatro filmado). Los grandes divos de la escena tampoco se rebajaban a la tele, que disponía de sus propios elencos de serie B y servía también de cementerio de elefantes.

Hoy, en un fin de semana de resfriado o de resaquilla, te soplas todos los capítulos de «Band of brothers» de una tacada y en realidad estás disfrutando una excelente y onerosa película de diez horas sobre la Segunda Guerra Mundial. No se escatima un dólar y el reparto es de lujo. ¿Por qué se han vuelto tan buenas las series? Pues porque sirven al libre mercado.

Necesitan por definición enganchar al espectador. Los estudios que las pagan no tolerarían plúmbeos ejercicios de estilo huero, o catecismos progresistas muy correctos, pero que te cosen a bostezos. Las cadenas demandan buenas historias, exigen presentarlas del modo más atractivo y reclutan equipazos de guionistas.

Ese modelo se sitúa en las antípodas del que nos está llevando a pinchar indefectiblemente con las películas que enviamos a los Oscar, medianías que reposan sobre la subvención y bendecidas por la camarilla del gremio, pero que no interesan a un espectador imparcial y desprejuiciado.

Adam Smith, el libre mercado, es la razón última de la calidad de las series. Nada nuevo: la era dorada de Hollywood no fue otra que la de los grandes estudios, que eran también colosales productoras pendientes de la taquilla.

La revolución de las series ofrece también una segunda lectura capitalista: está cambiando el negocio de la televisión y en breve pondrá en jaque a los canales generalistas.

Murdoch, el inteligente y astuto magnate mediático, se ha desprendido de parte de su negocio televisivo explicando que en tiempo real ya solo se verán «noticias o competiciones deportivas».

El resto lo consumimos cada uno cuando nos place a través de plataformas vía internet. Y ahí, cuando estamos solos en la libertad absoluta de nuestro sofá, resulta que no elegimos plomadas doctrinarias. Nos vamos a la impecable diversión de las grandes series. Comerciales, sí. A Dios gracias.

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